Oteando lo profundo del mar siempre siento la misma sensación: qué pequeños somos. El susurro de olas lejanas me mece como el leve canto de una nana. La suave brisa le besa a uno las mejillas con el respeto y la pureza que solo queda en lo más simple de las cosas. Y cuando te sientas a contemplar cómo un día más el Sol se marcha, bañando todo con su preciosa luz, aún más uno siente esa abrumadora pequeñez. El ser humano siempre ha tenido esa locura de querer hacerse dios. Políticos, militares, dictadores antiguos y modernos nos lo muestran a lo largo de la historia. También nosotros llevamos ese ansia en mayor o menor medida. La humildad es la capacidad de reconocernos como lo que somos: criaturas. Criaturas preciosas, eso sí. Con la capacidad inaudita de levantarnos sobre la vida y pensar más allá de la muerte. Con el deseo profundo de ser infinitos, de esperar lo eterno. Pero criaturas al fin y al cabo. Sentarnos al borde del abismo de la creación y tomarnos nuestra vida en serio nos hace caer en la cuenta que casi todo dependerá de lo que nos ha sido dado. Que en lo más real de cada uno lo más mío es lo más nuestro, lo más importante es lo más regalado, lo más precioso es lo que nos supera cada día: el don de seguir vivos. ¿No habrá Alguien por encima de todos que provea y sostenga todo lo que existe? ¿Ese mar que se contempla no será un profundo canto al que todo lo ha creado?
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