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valentin villagrasa

Desde la Mola

Valentín Villagrasa

Una señora llamada Rafael

No pensaba en la señora ‘Rafael’ cuando empecé a construir este artículo en un intento de emular a mi admirado Domingo Marchena cuando cuenta sus historias en ‘blanco y negro’ donde escribe de algunas heroicidades y más de una miseria del género humano. Al grano, Valentín. Pues allá vamos. Todo comienza en un tren madrugador (camino del aeropuerto de Barcelona de regreso a la Mola) A esas horas tempranas (tardías para la inmensa mayoría del pasaje) un nutrido grupo de jóvenes descansan en el suelo del tren a modo de ‘fuego de campaña’ quizás porque no hay asientos disponibles (yo conseguí uno) o por acercarse en las primeras horas de sueño después de una noche de fiesta. Caras de no haber roto un plato. Vestimentas a la moda de algunas influencers de Instagram… pocos con la mascarilla obligatoria. Casi en un silencio absoluto que denota cierto cansancio (trasnochar tiene su peaje) Sin entrar en más detalles después de un desalojo y cambio de tren por una ‘indisposición’ de un joven (no es de extrañar). Con cierto congojo por la hora del reloj y la hora del vuelo. Ya en la cola del embarque a Ibiza. Pillo (por proximidad) una conversación entre colegas que se encuentran de nuevo después de la temporada anterior. Tras contarse las aventuras y desventuras de un invierno sin verse (se alargó el momento por la tardanza de la jardinera en recoger el pasaje) llegamos al punto del relato de una noche de ‘cine’ en casa donde el protagonismo no era la ‘peli’, ni los actores, ni algo que tuviera que ver con el ‘séptimo arte’. Esa noche gira en torno a las ‘palomitas de maíz’. No contentos lanzan la sentencia final: «No entiendo cómo en el teatro o la ópera no dejan comer palomitas». Dice la chica (en este caso) que por lo visto ejerce de ejecutiva en una empresa de marketing y está a punto de ascender con la alegría que debe dar no ir a la ópera por no poder comer palomitas.

Sin comentarios. Pasado el avión con la vista puesta en el reloj para llegar a la primera barca para Formentera. Tomo el taxi y hete aquí que se abre una puerta y un compañero (taxista) saluda con alegría ¡Rafael! Sorprendido porque mi conductora era una señora rubia y de ojos azules. Cinco años en Ibiza y nunca cruzó a Formentera. Otro chasco. Aunque cosas más extrañas habían sucedido esta misma mañana, sin ir más lejos.

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