La apertura de las discotecas de Ibiza, después de dos años de cierre a cal y canto, o a techno y house, ha acabado de un plumazo con la pandemia del covid. O al menos eso es lo que parece. La normalidad también era esto. Hemos alcanzado lo que podría llamarse la ‘normalidance’, sí se me permite el palabro un poco chustero. Hemos vuelto a ver a miles de jóvenes y no tan jóvenes haciendo largas colas para entrar en los llamados ‘templos’ del ocio nocturno (y diurno). Han regresado las imágenes de las pistas llenas a rebosar de cuerpos contoneantes, de manos alzadas hacia los dioses de las cabinas. Hemos recuperado esa forma de diversión masiva y aglomerada. Y también las miradas perdidas por las calles y las carreteras de la mañana siguiente. Todo ello sin mascarillas, sin distancias, casi sin recuerdo de eso que obligó a echar el cierre a las macrofiestas durante tanto tiempo. Reconozco que no soy muy amigo de todo eso, pero en cierta forma me ha hecho ilusión esa patada a tantos meses de sufrimiento. Todas esas caras felices fuera y dentro de las discotecas. Toda esa ceremonia del desfase, de la normalidad desnormalizada. Todo tiene su cara y su cruz. Y veremos ambas a lo largo del verano. De momento me quedo con la cara. ¡Las caras!
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