En paralelo a esta guerra cruenta, que destruye hogares y vidas y puede acabar dinamitando el orden mundial que hemos conocido hasta ahora, trabaja un ejército de desinformadores y piratas cibernéticos. Su misión, además de alimentar el miedo, es confundir al mundo hasta el extremo de que nadie sepa ya, a ciencia cierta, dónde termina la verdad y comienza la mentira.

Estas redes invisibles lo mismo difunden pruebas falsas que supuestamente demuestran que las embarazadas malheridas que salen del hospital materno-infantil de Mariúpol, tras quedar arrasado por las bombas, son en realidad actrices eficazmente maquilladas, que nos adoctrinan sobre la inexistencia de la guerra o la reducen a meras escaramuzas de escasa importancia. En los cinco primeros días de batalla, los verificadores detectaron más de 500 noticias falsas y el ritmo se ha multiplicado de forma exponencial. Los corresponsales de guerra, otra vez, han vuelto a erigirse en el único atisbo de verdad al que podemos aferrarnos y, tristemente, ya ha caído el primero.

Uno de los muchos rumores propagados sostiene que el presidente ruso, Vladímir Putin, padece un cáncer terminal y que la razón de la espiral de odio y destrucción que ha desatado únicamente obedece a su impotencia por verse incapaz de dirigir las riendas de su propio destino. La humanidad necesita justificar los brotes extremos de vileza con factores externos. Nos cuesta creer que existan hombres intrínsecamente malvados, capaces de arrasar al prójimo sin razón aparente. También yo pensaba igual hasta que me crucé en el camino de uno.

En estos días aciagos, en que el mundo apacible de nuestra generación parece a punto de desaparecer por el sumidero de la historia, me viene a la memoria el famoso discurso de Steve Jobs, el creador de Apple, cuando aludía a la necesidad de conectar los puntos del pasado que nos han transportado a este presente. De lo sencillo que resulta practicarlo hacia atrás y la extraordinaria dificultad de hacerlo a la inversa. Algunas señales, sin embargo, estaban ahí desde hace años, parpadeando como luciérnagas, y los principales gobernantes, los únicos dotados del poder necesario para corregir los rumbos erráticos de la humanidad, no las identificaron a tiempo.

El giro dramático que vive Occidente, inmerso en un periodo de transición que nos lleva de la estabilidad al caos, se resume en una sola idea: vivimos la era de los agore-ros. Antaño, cuando se avecinaba la posibilidad de una gran crisis, aquellos que pro-nosticaban los mayores desastres se estrellaban sistemáticamente. La versión optimista, o al menos moderadamente positiva, acababa triunfando. En el último lustro, el giro ha sido radical.

Mejor verlo con ejemplos. El primer gran error de cálculo occidental fue el Brexit. Aquella ola de antieuropeísmo, que brotó alrededor de cuatro radicales, acabó propa-gándose como una plaga y, en 2016, llegado el momento del referéndum, ocurrió lo que nadie creía al principio, incluidos los propios británicos: escogieron salir de la Unión Europea, aislarse de su propio continente e iniciar un periodo de decadencia y confrontación con sus aliados, aún a costa de empobrecer al país.

El siguiente giro irreal de los acontecimientos fue el triunfo de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos, en 2017. Al principio de la carrera a la presidencia, ¿quién podía imaginar que el gran bufón, estrella de realities chabacanos, se alzaría como el hombre más poderoso de la tierra?

Luego arribaría la resurrección del franquismo en nuestro país, con la irrupción del partido de extrema derecha Vox, una formación que criminaliza a los inmigrantes, minimiza la discriminación de la mujer y fustiga sistemáticamente los derechos de los desfavorecidos. ¿Cómo atisbar este horripilante retorno al pasado y la incapacidad de la derecha moderada para hacerle frente? La semana pasada se produjo el primer asalto a un gobierno autonómico, en Castilla y León, y aún no han tocado techo.

El cuarto jinete del apocalipsis fue la pandemia de covid-19. Cuando comenzaron a llegar del otro lado del mundo noticias de armadillos y murciélagos contagiosos, nunca sospechamos que acabaríamos recluidos en nuestras casas durante meses y que asistiríamos a la dolorosa muerte de más de 100.000 compatriotas. Cómo intuir siquiera que, a pesar de este drama extraordinario, de todo lo visto y sufrido, se propagaría una tendencia negacionista que rechaza la evidencia y contradice lo que hemos visto y sentido.

No quiero dejarme arrastrar por los agoreros, ya sean locales o globales. No quiero creer a aquellos que afirman que la guerra de Ucrania y la escalada inflacionista aca-bará arruinando la ansiada recuperación turística. Tampoco a los que afirman que ya ha comenzado la tercera guerra mundial. Sin embargo, vistos los precedentes, la realidad es que la semilla de la incertidumbre ha echado raíces y el miedo nos acecha. Por el bien de todos, más nos vale que esta vez los malos augurios se equivoquen.

@xescuprats