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El cementerio no es para cobardes

Yo les entiendo. Sí, es comprensible. Ni Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, ni José Luis Martínez-Almeida, alcalde de la ciudad, encontraron el momento de acercarse a la despedida de Almudena Grandes. Ya, ya sabemos que la escritora era una de las imprescindibles, de las grandes de la literatura española. Que su obra perdurará y explicará mejor que cien libros de historia las miserias y las esperanzas de este país. Que más allá de sus filias y sus fobias personales, Ayuso y Almeida representan sendas instituciones y que, como tal, deberían cumplir con sus obligaciones. Pero yo me los imagino allí, en ese cementerio helado, empequeñecidos por la riada de lectores armados con sus libros de Grandes y, qué quieren, siento hasta pena por ellos. Es posible que incluso llegaran a temer que la escritora asistiera a su propio funeral y, ahí plantada, con su risa contagiosa y arrolladora, su vozarrón sin temor y sus palabras aún más libres, empezará a cantarles las cuarenta. Ella, que tanto sabía de romper el silencio, ahora con todo el tiempo del mundo, convertida en azote irredento. Sí, el encuentro hubiera sido desigual. Ella, tan grande. Y ellos tan, pero tan…

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