Llegué a Ibiza por primera vez a bordo de un avión de hélices de Spantax, en 1964. El aeropuerto era un arco, con una palmera y una buganvilla. Un carro con una mula vino a buscar el equipaje. Casi no había carreteras. Todo eran caminos de carro. Los ibicencos eran muy pobres y las payesas vestían faldas largas. Había elegancia en aquella pobreza. Las casas, las iglesias, los molinos de viento, los muros de piedra, las playas y las calas sin gente eran una auténtica belleza en aquella isla virgen, sin turistas. Por las calles del centro era muy raro ver coches. No había semáforos. Circulaban bicicletas, Mobylettes y carros con burros o caballos. En el puerto de Ibiza vi solo dos pequeñas barcas de pescadores y una embarcación más grande llamada 'La Joven Dolores'. El agua era transparente y llena de peces. En el campo me impresionaron las casas encaladas, los huertos con viejos olivos, y los corderos y las cabras pastando a la sombra de frondosas higueras. Yo me enamoré de esa isla impresionante y de su luz.

En 1967, Oriol Regás, propietario de la maravillosa discoteca Bocaccio, me contrató como jefe de expedición para organizar un viaje de tres días a Ibiza, invitando a 120 asiduos clientes. Alquilamos un avión y el Hotel Montesol entero. Pasamos un día en Formentera y vimos delfines. Por las noches bailábamos en la pequeña discoteca 'Lola's', de Lola de la Vega y de su hija Ana Mª Ybarra. En la pista había espacio y se podía bailar perfectamente con una música maravillosa, sin exceso de decibelios y hecha por músicos. No por ordenadores. Debido a aquel divertido viaje de Bocaccio la prensa habló por primera vez de «fiesta en Ibiza».

En 1971 compré una casa en Dalt Vila y un pequeño terreno en Sant Antoni. Y durante 35 años alquilé una antigua casa, sin electricidad ni agua corriente, para pasar los veranos. Esa casa, en Sant Carles, se hizo famosa en muchas revistas y televisiones. En los contraculturales años hippies nos reuníamos siempre al mediodía en la terraza del Montesol, con las mesas pegadas a la fachada. En Vara de Rey aparcábamos los Seat 600 y los Meharis, porque era transitable. De allí nos íbamos a las silenciosas playas, sin chiringuitos ni beach clubs. Y se podía dejar las llaves puestas en el coche, sin problema. Yo iba a caballo. Comíamos en 'Es Quinqué', 'Los Pasajeros', 'Can Alfredo', que no eran caros. Los bares y sitios de moda, por las noches, eran 'El Mono Desnudo', 'El Domino', 'La Columna', del Príncipe Adan Czartoryski y Alejandro Vallejo-Nágera, 'La Tierra', de Arline, y 'Lola's' para bailar.

La belleza natural de las hippies era impresionante. Vestían con pareos multicolores, chilabas y ropa de India. Y no usaban zapatos de tacón. Ibiza, entonces, era baratísima. No veíamos televisión, ni leíamos periódicos. Y no existían los móviles. No había basura por los suelos. Y en el campo dejábamos las puertas de las casas abiertas, con una pequeña libreta colgando y un bolígrafo. Era el 'whatsapp hippy' para dejar mensajes como: «Ven a cenar mañana». El inglés era el idioma más hablado. Fuimos un grupo de hippies los que pusimos de moda esta isla de la libertad plantando, inconscientemente, la semilla del éxito internacional.

Conté a un grupo de adolescentes todo lo que me enamoró de Ibiza en aquellos años, y pensaron que me había tomado un alucinógeno y que me lo inventaba. Les recomendé que compraran en Amazon mi novela 'Réquiem por Peter Pan en Ibiza'. Y les dije que después de 56 años, yo seguía enamorado de Ibiza.