Atardece en Pou des Lleó. Los peces surten el aire de plata con su frenesí de saltos. No huyen, no persiguen, tan solo buscan zambullirse a lo alto allí donde termina el agua, detener unos instantes sus branquias y mirar el mundo con nuevos interrogantes. Luego, la noche trae consigo una brisa de escamas y salitre a la luz metálica de las olas. Quedo rezagado de la manada: soy el último morador de la playa. Allá donde miro es mar, allá donde pienso, tierra. Así percibo los contornos entreverados de la isla de Ibiza, que ha vuelto a pertrecharse de sí misma en septiembre, a quedarse de nuevo a solas con los suyos en su círculo de higueras. Se ha encerrado con los que la habitan desde dentro, que son todos aquellos que marchan a pasito de gaviota, sin prisas ni modas, desdeñando consumir puestas de sol de liturgias ridículas.

Septiembre es mes tornadizo de inevitable mudanza celeste: el sol viaja al sur con su séquito de astros y de aviones que regresan a casa, dejándonos en la isla un reguero de atardeceres cobrizos cada vez más breves. Septiembre es la herida por donde el verano desangra sus últimas riadas de luz. Es ruleta de cielos en la que todo gira en torbellino sin previsión de cálculo: sol, nubes, vientos, granizos, arcos iris, tornados de vía estrecha, bonanzas y hemorragias eléctricas. Incluso nosotros mismos, con nuestras alegrías y tristezas en continua isobara cambiante. Todos, meteoros atmosféricos y emociones, antes o después haremos acto de presencia para acabar dando paso al otoño. Un otoño que brotará a temblor de rocío en el ocre de una hoja de los campos de Pla de Corona, o en el desplome celeste de rayos y lluvias torrenciales sobre las callejuelas vacías de Dalt Vila. Mucho se ha escrito y pintado sobre el nacimiento de la primavera. Pero pongamos aquí que el otoño también cuenta con su cuna.

La estación veraniega toca a su fin, aunque sus velas se arriaron hace ya días al margen del calendario. Otro compás, el del coronavirus que nos oprime las carteras y los pulmones, es quien ha dictado esta vez las normas. Conocíamos muchos males de los virus en general, pero no que pudieran también dictarnos normas, legislarnos leyes o desvirtuarnos el ciclo de las estaciones.

En su parte negativa, este verano nos deja el habitual saldo creciente de otros años de serpientes invasoras en campos y montes, así como de erizos masacrados sobre el asfalto de las carreteras. Se va también sin haber conseguido aflojar las mascarillas que nos ocultan el gesto y el dibujo de la palabra en la boca. Nos abandona sin haber llenado la despensa para el invierno. Así que la incertidumbre más absoluta añadirá su impronta al horizonte otoñal que se avecina en la isla.

Transcurre veloz septiembre y con él se marcha este insólito verano, sin despedirse; se nos va tan extraño como llegó, huidizo y cabizbajo, al modo de los exiliados, al modo de los perdedores que se han rendido por no poder enarbolar su bandera.