De un tiempo a esta parte siento la necesidad de agachar la cabeza cuando camino por el mal llamado West End. ¿De verdad no se puede hacer nada más? ¿Todas las administraciones han hecho lo posible para que no se llegara a este extremo? La sociedad clama por un modelo diferente que escape de este turismo que gravita alrededor del exceso. No es únicamente por ser nocivo para la salud de los que libremente deciden disfrutar de su tiempo libre de la manera que mejor les parece, sino también para todos los vecinos que se ven afectados de manera indirecta por esta diversión descontrolada. Sin embargo, no podemos olvidar que se trata del sustento de muchos vecinos de Sant Antoni. Es la única fuente de ingresos de la que disponen para llegar a final de mes. Se trata, una vez más, de una orden que nos llega desde Mallorca impuesta (e ideada) por personas que es muy posible que jamás hayan puesto un pie en nuestras calles. Posiblemente tampoco tengan el conocimiento suficiente de la zona, en la que se encuentran muchos de los lugares más queridos de los portmanyins de nacimiento o adopción, como es mi caso. La última palabra llega desde un despacho de Palma. Sin preguntas y sin consenso. Sin un poco de anestesia para tratar de curar las heridas que ha dejado abiertas este asunto en muchas familias, que llevan demasiado tiempo siendo la oveja negra de una sociedad. Son las vidas que pagarán el pato de estas acciones, pero creo que todos podríamos haber puesto un poco más de nuestra parte para cambiar un barrio que, al final, hemos construido entre todos. Detrás del cierre del casco antiguo de Sant Antoni está la inseguridad de unos políticos que evidencian ser incapaces de regular, pero sí son muy capaces a la hora de señalar con el dedo a determinadas zonas de nuestras islas.

No tendré la osadía de decir que las medidas tomadas para contrarrestar los efectos de la emergencia sanitaria que ha supuesto la Covid-19 sean innecesarias. No lo haré porque no es cierto. Al contrario. Pero lo que sí es de sobra conocido por todos es que se ha tomado el camino ancho al prohibir y pasar por alto lo que supone este cierre para el pueblo. Tengo la sensación de que es un enfermo grave al que se le ha negado su tratamiento. Estamos ante una falta clara de criterio y de sensibilidad hacia Eivissa. Sant Antoni no es Magaluf. Desde aquí, desde mi pueblo, sólo quería pensar y soñar que todo esto puede cambiar, que no se tomarán más decisiones sin preguntar a nuestros vecinos. Y que se pensará en lo mejor para todos, pese a que no sea lo mejor para alguien que ocupa un despacho a más de 150 kilómetros.