Marilyn en blanco y negro lanzando un beso. La boca del chico Martini. La enigmática sonrisa de la Mona Lisa. Esas tres imágenes me parecen, hoy, en el día I de la Era Mascarillozoica, desnudos integrales. Las risas, las sonrisas, las carcajadas, los pucheros, los mohínes... Todo ello ha pasado a mejor vida. Adiós a los gestos con los que, hasta ahora, acompañábamos las palabras, rellenando el mensaje, completándolo. Seguimos haciéndolo. Detrás de nuestras mascarillas. Añadiendo un ahogo metafórico al real que muchos aseguran sentir tras llevar durante un rato el nuevo complemento con la humedad y los treinta grados de la isla. El viernes el Govern justificaba que la obligatoriedad era una medida más fácil de cumplir que regular su uso, vistos algunos comportamientos de las últimas semanas. En otras palabras, que como nos dan una mejilla y nos comemos la mascarilla, ésta para todo. Y punto. Como si fuéramos niños. Una sociedad infantilizada a la que, en pro de un bien común indiscutible como es la salud, se le empareda la sonrisa. Nada sorprendente. Si la gente sigue orinando en la calle o tirando basura donde sea, quién esperaba que se usara correctamente la mascarilla, elemento que se repitió hasta la saciedad que no era necesario. A partir de ahora, la sonrisa, como los tobillos de nuestras bisabuelas: reservada para la intimidad si no queremos que nos acusen de ligeras de tapabocas.