Desde que Ibiza consiguió la declaración de Patrimonio de la Humanidad ha ido dando bandazos sin encontrar cómo encajar este reconocimiento con el desarrollo turístico. No hemos encontrado una fórmula que haga compatible la actividad económica con los argumentos que sí sirvieron para que la Unesco reconociera los valores culturales, arquitectónicos, paisajísticos y medioambientales de la isla.

El puerto, al pie de las murallas, enmarca la ciudad alta, que desde aquí se vislumbra como un torreón inexpugnable. Cuando la bahía fue ampliada y reformada, con la aparición de los puertos deportivos y una sucesión de bloques de apartamentos y nuevas instalaciones en ses Feixes, el puerto ya era un lugar especial. Los hippies habían dejado su impronta en los años 60, con su comportamiento transgresivo y su renuncia al consumismo y al belicismo.

Estas señas de identidad quedaron unidas a la versión más lúdica del puerto, con fenómenos como Domino, Clive's, La Columna, La Oveja Negra, La Tierra, Bar Mariano, Pepe Madrid, Bar Can Pou, las tiendas Adlib, Victoire, Paula's, Lola's, Croissant Show, Restaurante Bahía, El Delfín Verde? Todo ello en convivencia con el Mercat Vell, sa Peixeteria, Can Miquelitus, el Padre José con su apostolado, los pescadores que aún vivían en sa Penya y el Carrer de la Mare de Déu, con su virgen protectora.

Sa Penya era un 'revoltillo' multicultural en plena evolución. Allí comenzó a instalarse gente bohemia y burguesa, que pagaba alquileres más altos y compraba propiedades, ya que el barrio ofrecía unas perspectivas sociales y económicas prometedoras.

Por otro lado, desde la parte alta de sa Penya se arrojaba basura al mar y se producían vertidos fecales. Un problema que, ya entonces, se iba a solucionar «rápidamente» por los políticos.

El puerto, asimismo, en los años 50 y 60 era un hervidero de actividad comercial, marítima y pesquera, pero no existía red de alcantarillado y 'todo' acababa en el puerto. Las aguas turbias ocuparon su espacio desde el inicio y las ratas formaban parte de su población habitual.

La transformación se fue consolidando y los bares donde antes había hippies y música ambiental con instrumentos, evolucionaron a locales de entretenimiento con música y terrazas en el exterior, que aportaban personalidad a la fachada del puerto. Los pescadores del barrio, en paralelo, fueron cediendo sus viviendas y trasladándose al ensanche de la ciudad, desde la avenida Ignasi Wallis hacia el oeste.

Irrumpía un nuevo contexto económico-social, bohemio-burgués, que con gran ímpetu atrajo una marea de gente en las terrazas. De forma rudimentaria y desinhibida innovaron vestimentas, maneras de exponerse y generaron un cóctel humano-social insólito y participativo. A ello se sumó la animación de las discotecas que, con sus desfiles, convirtieron el puerto en un permanente carnaval humano tan sorprendente y colorido que desbordó cualquier proyecto de transformación imaginable. Todo fue espontáneo, auténtico y «mágico»; una explosión de alegría que hacía del puerto el sitio en el que había que estar.

El puerto y su singular ambiente han sido, de hecho, la postal más 'vendida' y vivida en la historia del turismo de Ibiza.

Así hasta que empieza el declive en el año 2001, coincidiendo con el 'barullo' descontrolado que se estaba produciendo y la nueva política de imponer 'orden'. El Ayuntamiento prohibió flyers de fiestas, reparto de invitaciones, entradas gratis, música? Las discotecas tienen que desfilar sin producir ruidos ni molestias, los flyers no pueden pegarse en puertas ni fachadas y ciertas expresiones parecen ofensivas. Sobre todo la 'música', que molesta a todo el mundo. «Vamos a prohibir desfiles y la música en el exterior». Y del dicho al hecho. Manos a la obra y empieza el éxodo.

Todo lo ocurrido después es como 'El flautista de Hamelin', leyenda documentada por los Hermanos Grimm en 1816. Hamelin estaba infestada de ratas y un 'desconocido' ofreció sus servicios al ayuntamiento y a los vecinos. A cambio de una recompensa, les libraría de los roedores. Aceptaron y el desconocido hizo sonar su flauta. Las ratas salieron de sus madrigueras y siguieron al flautista hasta el río Weser, donde perecieron ahogadas. Cuando reclamó su recompensa, no le correspondieron y se vengó tocando otra vez la flauta. Esta vez le siguió toda la gente joven del pueblo y nunca les volvieron a ver.

La decadencia del puerto, sin embargo, no es ninguna fábula sino una hiriente realidad. Cómo se han podido confabular tantos despropósitos, para que nuestro mayor tesoro hoy aguarde vacío, todo esté a la venta y haya perdido por completo su alma.

¿Dónde está toda esa gente joven que antes llenaba sus calles? ¿Por qué se han marchado? ¿Qué es lo que ha pasado? La gente se lo pregunta y algunos, mirándose discretamente, murmuran: «El 'flautista' se los ha llevado con su música a otra parte». Eso sí, las ratas permanecen.