Mos es pequeño y negro como el azabache. Ni por asomo es tan blando por fuera que se diría todo de algodón, como Platero. Más bien es duro y pesado, casi como el hormigón, diría yo. Mos es la antítesis de Platero. Si Platero fuera el ying, Mos sería el yang.

Una mañana de Reyes, una muy buena amiga insistió en que fuera a su casa. Tenía un regalo para mí. Un regalo que, según me explicó, en caso de que yo no lo quisiera se lo quedaría ella. ¡Qué intriga! Así fue como llegó Mos a mi vida, él era el regalo. Era muy pequeñito y muy negro. Parecía un torito de esos de souvenir. Lo cogí en brazos y le pregunté: «¿Me vas cuidar?». Me entendió a la perfección y me lamió toda la cara en un segundo. Y lo ha cumplido. No se separa de mí en todo el día, salvo en contadas ocasiones que explicaré más adelante. Desde hace diez años, vivo pegada a un perro negro.

Ahora mismo está aquí, tumbado a mi lado mientras escribo. Duerme a los pies de mi cama, se tumba junto al sofá cuando leo o veo la tele, me acompaña mientras voy limpiando la casa e incluso baja despacio, escalón a escalón, cuando barro las escaleras. «Baja» voy diciendo a cada peldaño y él va bajando de uno en uno, al ritmo de la escoba.

Según fue creciendo, fue engordando. A la que podía se comía la comida de los demás. Mis otros perros tenían la costumbre de comer un poco y luego intercambiarse los platos. Mos seguía el ritual, pero comiéndose absolutamente todo. Tuvimos que ponernos serios y controlar el momento de la comida. Ya no era un torito de souvenir, empezaba a ser un Mihura enano.

Este verano la cosa fue a más. Cada vez estaba más gordo. Tan gordo que ya no me acompañaba a barrer las escaleras. Se quedaba abajo esperando. Tan gordo que daba la sensación de que podría explotar en cualquier momento. Ya no parecía un perro, parecía un jabalí o una foca o un yunque. La gente que venía a casa decía horrorizada al verle: «¡Qué gordo es este perro!». Debo decir, que aún estando tan poco agraciado físicamente, seguía enamorando a todo el mundo. Y es que Mos tiene un encanto especial que encandila. Tiene, lo que se dice, don de gentes.

El caso es que me empecé a fijar en que había ratos en los que Mos no estaba a mi lado. Ratos sueltos. Ratos no excesivamente largos. Investigando esas pequeñas, pero muy repetidas ausencias, descubrí que se iba a casa del vecino y allí comía. Al hablar con ellos entendieron por qué les desaparecía constantemente toda la comida que, a cada rato, ponían a sus gatos. Mos comía y comía sin fin. Con auténtica gula.

Ahora le tengo en libertad vigilada. Controlo sus salidas para que no vuelva a robar comida y poco a poco va bajando de peso. No sólo parece más joven, sino que está más feliz. Corre y salta muy alto, como hacía de pequeño. Incluso ha vuelto a hablar. A Mos le encanta imitar la voz humana y suelta parrafadas variando la entonación. Aunque las únicas palabras que pronuncia bien son 'mamá' y 'agua'. Pero eso hay que explicarlo con más tiempo y ahora no lo tengo. «¡Vamos, Mos, que toca paseo!».