El «exiliado» Puigdemont, un réprobo acusado de graves delitos que no ha sido admitido como actor político por la Europa democrática, consume su ocio en Bélgica con amistades no del todo recomendables: según informaciones reiteradas y no desmentidas, frecuenta al rapero Valtònyc, huido de la justicia española, y a la etarra Natividad Jauregi. Con esta última, el expresidente catalán cenó en Gante el mismo día en que el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo condenó a Bélgica por no haberla entregado al Estado español cuando se lo requirió para juzgarla por delitos de sangre. Se le acusa de haber asesinado al teniente coronel Ramón Romeo Rotaeche y de tener relación con otros cincos asesinatos.

Los verdaderos exiliados, como los emigrantes por razones socioeconómicas, suelen reunirse para compartir la nostalgia de su tierra y mitigar las añoranzas con quienes sufren el mismo infortunio. Pero es difícil imaginar de qué hablan esos tres personajes cuando se encuentran. Porque la detestación a España, que es seguramente común, tiene o debería tener causas bien distintas en cada caso. De cualquier modo, es patético que Puigdemont, abandonado hasta por buena parte de los suyos, acceda a codearse con esta patulea. Y ya saben los delincuentes de toda guisa: Bélgica es territorio franco para todos los que sean perseguidos por infringir las leyes en todo el ámbito de la Unión Europea. Y no teman: la pusilanimidad de las élites comunitarias es de tal envergadura que los mandatarios de los países afectados no se atreverán a pedir siquiera explicaciones.