Un juez de Barcelona tenía la costumbre de contar sus experiencias vividas profesionalmente. Más de una vez describía con detalle un caso especial, un asunto, que tuvo que resolver. Era juez municipal, por tanto el Tribunal era unipersonal. No podía compartir opiniones y su obligación era decidir con rapidez casos aparentemente intrascendentes. Pero la importancia es una valoración subjetiva.

Sucedió en unos grandes almacenes y en las vísperas de la Festividad de Reyes. Eran los últimos tiempos de la peseta. Los empleados no daban abasto, y muchas personas examinaban, no sólo visualmente, objetos y prendas. Un vigilante observó cómo una mujer miraba constantemente una muñeca. Su precio de oferta: 50 pesetas. Poco menos de la tercera parte de un euro, que comenzaría a circular unos meses después. Y vio cómo la mujer escondía la muñeca bajo su jersey. No llevaba abrigo, no lo tenía. Pues sucedió que, a instancias del empleado, la empresa avisó a la policía y la mujer fue detenida y llevada ante el juez.

En el mismo día se celebró el juicio rápido. Juez, fiscal, abogado de oficio, el testigo empleado de los almacenes, el ujier-empleado que velaba por el orden y de vez en cuando pedía silencio. Y la mujer sentada en el centro, de espaldas a un escaso público asistente. No era necesaria la presencia de la policía, naturalmente. La mujer reconoció los hechos, afirmó que tenía una hija de cinco años, y que vivían las dos solas en un pequeño piso alquilado situado en una calle cercana a las Ramblas barcelonesas. Limpiaba escaleras y sus vecinos a veces le regalaban ropa, incluso alimentos, ante su situación de extrema necesidad económica.

El juez, casi paternalmente, dijo a la mujer, la acusada y procesada, que no estaba bien lo que había hecho y ésta lo reconoció casi llorando. Confesión plena, en Derecho.

El juez dictó sentencia rápida. No había robo, ni hurto, sólo un intento frustrado de cometer una falta. Era difícil imponer un castigo por el mínimo valor material de la muñeca. Pero, como había dicho el juez a la acusada, no estaba bien lo que había hecho.

La sentencia consistió en prohibir a la mujer salir de su domicilio, salvo en caso de necesidad, durante el domingo siguiente por la mañana. Pero sólo hasta las doce menos cuarto del mediodía, para que de esta forma pudiera asistir a misa acompañada de su hija. El juez no le había preguntado si iba a misa el domingo o el sábado.

Y sucedió dos días después, en la víspera de Reyes, cuando la mujer y su hija estaban cenando. Llamaron a la puerta y un paje real, enviado por el Rey Melchor, les entregó un paquete. Contenía una preciosa muñeca. No se había equivocado, nombre, apellidos y dirección eran exactos. Y media hora más se presentó un segundo paje real, esta vez en nombre del Rey Baltasar. Y regaló a la niña, emocionadísima, una segunda muñeca y una bolsa que contenía ropa para la menor.

Al recordar la historia, al juez le brillaban los ojos. Pensábamos que no se podía descartar que fuera él quien pidió a los Reyes en nombre de la niña que le llevaran una muñeca. ¿Y la segunda muñeca? El sospechoso de haberla pedido al Rey Baltasar podía muy bien ser el empleado de los grandes almacenes, que asistió al juicio. Se le veía lejano y pensativo durante el brevísimo juicio.