El cierre del Club 18-30, el turoperador más destroyer de Sant Antoni, constituye una de las noticias recientes más positivas de cuantas afectan a esta localidad. Y hay más titulares que apuntan en la misma dirección. Al igual que dijo Elena Salgado tras desembarcar en el Ministerio de Economía, en el año 2009, comienzan a vislumbrarse «brotes verdes» en la bahía de Portmany. Esperemos que esta vez no sea un espejismo, tal y como le ocurrió a la vicepresidenta al vaticinar, con tan gráfica descripción, la salida a una crisis económica que ahogaba el país y de la que aún nos quedaban por sufrir sus más virulentos episodios.

El Club 18-30 ha operado durante cuatro décadas en Sant Antoni. En los 80 y 90 gestionaba el 40% de las camas y el pasado verano aún poseía plazas en cinco hoteles del centro. Recuerdo los agobios y las noches en blanco de hoteleros conocidos al comenzar a trabajar con este turoperador, cuando la horda de jóvenes etílicos que pernoctaban en sus habitaciones lo mismo les destrozaban el bar en una pelea multitudinaria que les arrojaban los colchones a la piscina desde los balcones. En ocasiones, los clientes iban detrás.

Aunque este adiós del Club 18-30 está más relacionado con la transformación del mercado y el hecho de que ahora el turista joven soluciona sus vacaciones en Booking y otras plataformas de Internet, sin necesidad de contratar paquetes específicos, constituye un nuevo síntoma de la evolución que ha comenzado a experimentar Sant Antoni.

Más decisivo aún resulta el anuncio que el pasado septiembre lanzó el Grupo Playasol: el Piscis Park, segundo mayor hotel de la localidad, con 366 habitaciones y epicentro del desmadre durante décadas, será remodelado íntegramente para ascender de dos a cuatro estrellas y sustituir el cliente joven por otro de perfil más familiar. A pesar de que el inicio de las obras ha quedado paralizado mientras se tramitan algunas mejoras en el proyecto, más pronto o más tarde será una realidad.

Esta transformación se sumará a la de los dos hoteles Marco Polo, que han pasado de dos a tres estrellas; el Apartahotel del Mar, junto a Es Nàutic, que tiene cien habitaciones y ascenderá a cuatro estrellas; la remodelación del Hotel Portmany, ya en marcha, o la apertura de un hotel 'boutique' en el Carrer Ample, destinado a clientes de alto poder adquisitivo, entre otros.

Tanto las tarifas como las características y servicios de estos establecimientos impedirán que sus habitaciones sean ocupadas por la actual muchachada asilvestrada. Ello debería redundar en un cambio sustancial en el perfil del turista que acude a veranear a Sant Antoni y en la progresiva reducción del turismo de desmadre. Y podemos suponer que a continuación de todos estos proyectos irán llegando otros.

A este progresivo proceso de renovaciones se suman otros avances acometidos en los últimos años, como la reforma y actualización de numerosos locales del paseo marítimo, que ya se orientan a otro tipo de clientela en muchos casos, la remodelación del propio club náutico y la apertura de nuevos restaurantes orientados a un público más exigente que, junto con la transformación de otros más antiguos, han aportado una oferta gastronómica de gran calidad en el mismo centro del pueblo. Los frecuenta un turismo más familiar, viajeros bien informados que se alojan en otras zonas de la isla y los propios ibicencos, que tras años de vivir de espaldas a Sant Antoni comienzan a regresar a esta localidad también en verano. Basta con pasear cualquier noche de julio o agosto por el Carrer Ample y sus alrededores para comprobarlo.

El gran reto pendiente, ahora, es el sector ocio y especialmente el West End, que sigue considerándose el epicentro del turismo de borrachera. Este año ha visto reducidos sus horarios de forma drástica, lo que ha favorecido el descanso de los vecinos, pero provocado más botellón en la playa y en el paseo, además del descontento de los empresarios de esta zona, que ahora tienen menos horas para hacer caja.

Conviene recordar que el West End se fue degradando como respuesta a la demanda de fiesta y alcohol barato por parte de la horda de jóvenes descontrolados que los turoperadores traían a los hoteles. En consecuencia, si los alojamientos van captando otro perfil de cliente, el West tendrá que volver a reorientar su oferta para sobrevivir.

Quién sabe si, dentro de una década, nos encontremos con un West dedicado a la gastronomía, la charla entre amigos en las terrazas y algunos conciertos de música en vivo, y ya no nos comparen con Magaluf. Quedan muchas incógnitas, toneladas de trabajo por delante y un gran esfuerzo inversor tanto por parte de la iniciativa privada como del sector público. Sin embargo, por primera vez, se atisba cierto optimismo en el aire. Ojalá cristalice.