Hace unas semanas, Diario de Ibiza abría la portada con una noticia sobre nuestra industria turística sorprendente y reveladora: «Los hoteles de lujo de Ibiza pierden un 36% de ingresos en dos años». Esta información se completaba con otras cifras igualmente sintomáticas, todas ellas relativas al mes de agosto: la ocupación media de los hoteles de cinco estrellas ha caído del 99% al 85% entre 2016 y 2018, a pesar de las ofertas lanzadas por las compañías, que han reducido sus tarifas por habitación un 27%, pasando de una media de 462 euros a 336.

Ante semejante declive -que, por cierto, nadie del sector del lujo pronosticó-, hay quien aún pretende buscar culpables en otras latitudes, en lugar de revisar estrategias y las carencias de su propio producto; ese mismo que supuestamente nos iba a elevar a una nueva dimensión en la industria turística pitiusa. Cabe sumar a esta preocupante coyuntura una caída del 10% de las ventas de la industria del ocio según cifras oficiales, que off the record hay quien describe como más dramáticas.

Que si la competencia de otros destinos emergentes es cada vez más feroz, que si la seguridad ha mejorado en otros enclaves mediterráneos antaño cuestionados, etcétera. Argumentos potencialmente válidos, si no fuera porque los productos ajenos al lujo -hoteles de tres y cuatro estrellas, por ejemplo-, no solo no han tenido que bajar sus tarifas sino que las han incrementado ligeramente (8% los de cuatro estrellas en el mismo periodo), manteniendo estables sus cifras de ocupación.

La pregunta del millón, por tanto, es la siguiente: ¿por qué el sector del lujo cae estrepitosamente mientras el resto se mantiene? A la hora de encontrar razones, lo primero que me viene a la memoria es el día en que descubrí que la suite más cara de Ibiza, cuyo precio ascendía a tropecientos mil euros, no se ubica en una playa preciosa, una casa payesa de 400 años en mitad del campo o un palacete en Dalt Vila, sino en unos apartamentos reconvertidos en hotel pegados a una triste rotonda.

De no cambiar esta tendencia, el milagro del lujo en Ibiza va a deshincharse con la misma celeridad con que se propagó y las causas son similares a las de cualquier burbuja que estalla: exprimir sin mesura la alta demanda y sobrevalorar un producto o servicio muy por encima de la realidad.

La isla cuenta con hoteles rurales interesantes y, puntualmente, algún macrocomplejo cuyos servicios, ambiente y entorno responden a la categoría que exhibe la brillante placa de su fachada. Sin embargo, en esta apuesta del lujo interviene mucho inversor falto de escrúpulos, primero de la isla y luego foráneo, que se ha dedicado a remodelar edificios viejos, redecorarlos de cartón piedra y comercializarlos como si fueran el Savoy londinense, a pesar de ubicarse en entornos donde cualquier atisbo de exclusividad queda en entredicho.

Traer clientes de lujo a enclaves donde se trapichea con drogas y se ofrecen servicios sexuales prácticamente a las puertas constituye un despropósito. Lo mismo que erigirlos en playas descuidadas y malolientes, ofrecer un servicio de tercera en sus instalaciones o basar el producto en la misma experiencia globalizada de cualquier otro enclave, sin el menor aliciente de autenticidad y a un precio mucho más elevado.

Si el productor de lujo en Ibiza fuera tan único e infalible como nos han estado vendiendo algunos de sus promotores, los turistas dispuestos a dejarse miles de euros por tres o cuatro días de vacaciones no recularían a miles. Esta sangría económica, ya incontestable a tenor de las cifras, está directamente relacionada con el boca a boca que trasladan al mundo los clientes de algunos de estos establecimientos y cuyo mensaje, en resumen, es que la Ibiza del lujo no vale, ni por asomo, el dinero que se pide por ella. Con el agravante de que, a consecuencia de las elevadas expectativas generadas, aún aguarda un rosario de proyectos en marcha que, a este paso, abrirán sin apenas demanda.

Se le pueden dar muchas vueltas al asunto, pero la explicación más válida suele ser la más sencilla: la desmesura y avaricia de una parte del sector que se dedica a vender gato por liebre. Todo ello con el agravante que implica que este sarampión en mala publicidad se acabe trasladando a toda la industria turística pitiusa, incluidos los establecimientos de cinco estrellas que sí ofrecen un producto equilibrado. Cabe replantearse qué imagen de Ibiza queremos como destino turístico y, en todo caso, frenar la presencia en el mercado de las malas imitaciones y los tristes sucedáneos.