Este verano siete playas de Ibiza lucirán bandera azul en sus orillas. Hace tan solo 10 años, en 2008, presumíamos de más del doble; 18 en total. Sería lógico deducir que este retroceso es consecuencia directa del descenso de la calidad de las playas por la saturación turística, la contaminación, etcétera. Sin embargo, nada más lejos de la realidad.

Las banderas azules se conceden mediante un proceso de certificación burocrática que tiene un coste importante, tanto en trabajo funcionarial como financiero. Sin embargo, no garantizan la auténtica calidad de una playa. Es la razón de que solo dos ayuntamientos de la isla -Santa Eulària y Sant Joan- continúen afrontando el papeleo necesario y, en consecuencia, izando un reconocimiento que poco tiene que ver con lo que los turistas buscan en la isla. Los demás consistorios desistieron hace algunos años.

En un territorio tan pequeño y, al mismo tiempo, fragmentado, las banderas azules resultan tan absurdas y obsoletas como las calificaciones hoteleras, que ya no ofrecen una información ajustada a la realidad ni permiten realizar comparaciones homogéneas. En la isla puedes disfrutar del mejor alojamiento tanto en un agroturismo perdido en el campo como en un hotel urbano de cinco estrellas. Y hay viejos hostales recién remodelados que compiten directamente con los anteriores, sin haber actualizado su calificación. Por el contrario, determinados hoteles lucen muchas estrellas pese a ofrecer un servicio y unas instalaciones descaradamente inferiores.

Con las banderas azules ocurre igual. Fueron concebidas para las extensas playas de la Península y se certifican atendiendo a la disponibilidad de una serie de infraestructuras y servicios. Las pequeñas calas de la isla, sin embargo, no reúnen estas características pese a que algunas de ellas son las que verdaderamente simbolizan el concepto de paraíso que vendemos al mundo. Basta con observar qué playas ibicencas han sido reconocidas con esta distinción: es Canar, Cala Llonga, es Figueral, Cala Llenya, Arenal Gros de Portinatx, Benirràs y Cala de Sant Vicent. Entre ellas, alguna de las que en temporada alta amanecen invadidas de microalgas, con orillas convertidas en cenagales y una brisa intoxicada por los efluvios de la depuradora cercana.

Las verdaderas banderas azules, en Ibiza, habría que determinarlas en base a criterios bien distintos. En primer lugar, destacar aquellas donde se puede disfrutar de un agua clara y cristalina, con el turquesa caribeño que tan bien queda en las fotografías de las guías y que tan difícil resulta vislumbrar en julio y agosto. La realidad, pese a quien pese, es que cada año van quedando menos.

Segundo rasgo característico imprescindible: que no exista en su entorno una arruinada red de alcantarillado. Aún no ha llegado la marabunta y ya estamos con vertidos de aguas fecales día sí y día también, y escollos rebozados de toallitas usadas en la costa. En este apartado sobre limpieza, habría que primar también la arena reluciente, sin colillas acumuladas durante meses ni basura amontonada junto a unas papeleras que antes de mediodía ya rebosan.

En tercer lugar, que entre hamacas, sombrillas, chiringuitos, mesas auxiliares, velomares y motos de agua, quede algún hueco para plantar la toalla. Eso fuera del agua. Y dentro, que se pueda chapotear sin una muralla de lanchas en el horizonte y sin tragar las manchas de lubricante que flotan sobre la superficie.

Las playas con una marabunta de vendedores ambulantes tampoco merecerían tal distintivo. Incluso las más pequeñas, donde por norma cada atardecer se improvisan barras de mojitos en medio de la arena y se acosa a los bañistas. Y además habría que tener en cuenta la economía de las familias, sin que el coste del aparcamiento y unos refrescos acabe significando un mordisco inesperado al presupuesto mensual.

Finalmente, las auténticas banderas azules deberían significar que la playa está a salvo de ruidos, sin chiringuitos reconvertidos en discotecas ni party boats en el horizonte, compitiendo en una carrera enloquecida de decibelios.

Cabría valorar otras muchas peculiaridades, como que los accesos sean compatibles con ciudadanos afectados de cardiopatías, que no proliferen los mamotretos de hormigón en los alrededores o que las medusas no hagan acto de presencia de forma habitual. Sin embargo, puntuando exclusivamente las singularidades mencionadas, ¿cuántas auténticas banderas azules ondearían en nuestras calas hoy en día? Cabe suponer que algo parecido a lo que ocurre con las actuales: menos de la mitad que hace diez años (y bajando). El cuidado de las playas habría que tomárselo mucho más en serio. El resultado de su mantenimiento, hasta el momento, es claramente insuficiente.