El concepto de populismo jurídico se ha extendido, a medida que se ha acentuado el descrédito de las instituciones. Para determinados grupos, los jueces y tribunales se habrían decantado por mantener el statu quo inmovilista con unas sentencias demasiado conservadoras, que no se ajustan al sesgo progresista de la mayoría de la opinión pública; para otros, sucedería lo contrario: en la magistratura abundarían los profesionales escorados a babor, que se apoyan sistemáticamente los intereses de los débiles y de los desfavorecidos. Todo ello degenera en unas controversias inflamadas cada vez que se dicta una sentencia sobre una cuestión polémica: en el fallo contra La Manada que violentó a una mujer en unas fiestas de San Fermín, las críticas contra los dos magistrados que se han inclinado por considerar los hechos abuso sexual en lugar de agresión sexual han sido exorbitantes, y no digamos las que han apuntado al voto particular del tercer juez, que defiende la inexistencia de delito alguno.

Es obvio que la controversia sería menor que la actual o no existiría si los delitos estuvieran bien caracterizados en el código penal, es decir, en la ley emanada del Parlamento. Cuando un profano y por lo que se ve, también un profesional compara sedición con rebelión tiene serias dificultades para distinguir un término de otro. Y algo semejante ocurre cuando se coteja abuso sexual con agresión sexual. La culpa de la ambigüedad, que da pie a un aparente populismo jurídico, es de los legisladores que prefieren la ambigüedad a la concreción, no de los jueces que se ven obligados a realizar una labor interpretativa demasiado discrecional.