El Gobierno, indignado por la filtración del borrador de la ley de Transitoriedad Jurídica de Cataluña, un gran disparate que se mantiene al margen de la democracia parlamentaria que impera en nuestro ámbito occidental y se adentra por parajes inquietantes, ha hecho saber que esta vez no tolerará que se reproduzca el esperpento del 9N: la comunidad internacional no tendrá ahora ocasión de ver un simulacro de referéndum organizado por radicales. Y el Ejecutivo utilizará todos los recursos legales a su alcance, que son muchos obviamente, para hacer cumplir la ley y preservar el estado de derecho. Nada hay que objetar a esta determinación, que es preciso apoyar desde todos los frentes democráticos, con independencia de la ideología. Pero estaría ciego quien no viese -a la luz de las encuestas y de los propios medios de comunicación- que, detrás de los radicales que postulan una independencia que no es mayoritaria, hay una muchedumbre que tampoco está satisfecha con el actual statu quo, que se sintió dolida con el infausto episodio del Estatuto de Autonomía, que desea reconstruir una relación de confianza con el Estado que se ha perdido. Sería, en fin, momento de efectuar a los catalanes unas propuestas magnánimas de renovación, reforma y progreso que permitieran prevenir la frustración y generar ilusión. La gran duda es sui habrá estadistas capaces de ponerse al frente de este designio.