Suele decirse que cualquier cineasta que intente capturar un espacio arquitectónico está condenado al fracaso; que cuando filma la ciudad, la cámara es incapaz de ver los edificios como lo haríamos nosotros mismos. Y probablemente sea cierto pero, al menos en una ocasión, gracias a la asociación entre dos genios en lo suyo, la teoría estuvo extraordinariamente cerca de ser rebatida con éxito.

El triunfo de ‘Antonio Gaudí’ (1984) radica en parte al dramatismo y la fotogenia que la obra del arquitecto catalán derrocha y en parte a la devoción con la que su director, Hiroshi Teshigahara, se entrega a su objeto de estudio para entregárselo a la vez al espectador, y en la sensatez que demuestra al dejar que la piedra, el cristal, el metal y los mosaicos se expresen por sí solos.

El documental, que integra la retrospectiva que el Festival de San Sebastián dedica este año a la obra del imprescindible cineasta japonés, en efecto consiste casi exclusivamente en imágenes y acompañamiento musical; prescinde casi por completo de la presencia humana -la mayor parte de los edificios aparecen desiertos-, y renuncia a los comentarios hablados a modo de ilustración aunque, eso sí, por momentos aparecen explicaciones breves impresas en pantalla.

Por lo demás, la cámara se desliza totalmente libre a través de espacios como La Pedrera, el Palau Güell, la Casa Batlló, o el Jardín de las Hespérides, probablemente hipnotizada por la majestuosidad y la rareza de los ornamentos florales, las columnas sinuosas, los tejados ondulados, los murales apabullantes y las escaleras con cuerpo de oruga; por esa fusión de naturaleza y geometría gracias a la que las estructuras casi parecen haber surgido de la tierra sin intervención del hombre; y por la disciplina y la racionalidad que hasta sus detalles más fantasiosos transmiten. Verla moverse produce en el espectador una sensación de extrañamiento más propia de una película de ciencia-ficción. 

Otra aproximación

No es, ojo, la primera aproximación cinematográfica de Teshigahara a Gaudí. Veinticinco años antes había filmado las imágenes que luego compusieron el corto ‘Gaudí, Catalunya, 1959’ para documentar su primera toma de contacto con la obra del de Reus -¿o era Riudoms?- y en especial con la Sagrada Familia, acerca de la que después escribiría: “Al entrar en Barcelona aparecieron ante mí cuatro campanarios grotescos. Sus picos parecían dominar la ciudad resplandecientes de oro. Me invadió una sensación de convicción. Mientras me acercaba, los agujeros perforados en esas cuatro estructuras cónicas me agarraron con fuerza como un susurro demoníaco tremendamente atractivo”.

Es una de las pocas piezas que el homenaje del certamen donostiarra de una filmografía compuesta de casi dos docenas de títulos, entre ellos ocho largometrajes de ficción entre los que destacan poderosamente las historias enigmáticas y kafkianas que contó en colaboración con el escritor y guionista Kōbō Abe.

De aquella fructífera alianza, en concreto, surgieron cuatro películas: ‘La trampa’ (1962), inquietante relato de fantasmas y crítica surrealista a la explotación de los trabajadores; ‘La mujer de la arena’ (1964), a la vez retrato tan inquietante como sensual de una batalla de sexos y una hipnótica relectura del mito de Sísifo, gracias a la que Teshigahara ganó el Premio Especial del Jurado en Cannes y se convirtió en el primer director asiático jamás nominado al Oscar‘La cara de otro’ (1966), demoledora muestra de ciencia-ficción existencial que se sirve del drama de un hombre sometido a un trasplante de rostro para explorar los misterios de la identidad y la noción misma de individualidad; y ‘El hombre sin mapa’ (1968), intriga sobre un detective que es contratado para encontrar a un hombre desaparecido y que, según avanza la historia, se va convirtiendo en él. 

Tras ‘Summer Soldiars’ (1972), rotunda reflexión sobre los horrores de la guerra, Teshigahara tardó casi dos décadas en volver a rodar cine de ficción, y para ayudar a entender la estética clasicista de sus dos últimas películas, los dramas históricos ‘Rikyu’ (1989) y ‘Basara, la princesa Goh’ (1992) conviene explicar que, además de rodar su segunda carta de amor a un arquitecto catalán, durante ese hiato centró su creatividad en otras expresiones artísticas -el ikebana, la caligrafía, la cerámica y las instalaciones hechas con bambú-, que lo conectaron con la tradición de su país. ¿Qué le llevó a efectuar tan radical desvío creativo en su momento de esplendor autoral? La respuesta, cómo no, está en Antoni Gaudí. “Él me hizo darme cuenta de que las líneas divisorias entre las artes son insignificantes”, afirmó. “Me hizo sentir que el mundo en el que yo vivía tenía muchas más posibilidades”.