Conflicto en Oriente Próximo

En Hebrón, las casas de los palestinos se han convertido en sus cárceles

Hay 10 puestos de control en medio de calles fantasmas de la ciudad que la han desmembrado y han destrozado su economía

Soldados israelíes en el campo de refugiados de Balata, cerca de Nablús (Cisjordania), en una imagen de archivo.

Soldados israelíes en el campo de refugiados de Balata, cerca de Nablús (Cisjordania), en una imagen de archivo. / EFE

Andrea López-Tomàs

En un lugar abandonado de los territorios ocupados palestinos, se fragua un infierno parecido al de Gaza. El 7 de octubre también fue el inicio de una feroz agresión contra miles de palestinos en Hebrón que aún no ha visto su fin. Aquel día el Ejército israelí impuso un toque de queda en 11 barrios de la zona H2 de esta ciudad sagrada palestina, a 30 kilómetros al sur de Jerusalén. Desde entonces, miles de personas, unas 750 familias, están encerradas en sus casas, bajo la amenaza constante de los soldados y los colonos. "Es muy duro vivir así, pero eso es lo que quieren, que nos sintamos mal y abandonemos nuestros hogares para que los tomen los judíos radicales", denuncia Ahmad Azza, de 24 años, y oriundo del asediado barrio de Tel Rumeida. "No nos iremos", defiende este barista, que vive a los pies de un asentamiento ilegal instalado en la colina.

"Hebrón siempre ha sido el más flagrante ejemplo del régimen de apartheid de Israel que aplica sobre la Cisjordania ocupada", denuncia Dror Sadot, portavoz de la organización israelí B’Tselem. Antes del 7 de octubre, la ciudad de Al Jalil, su nombre en árabe, ya era una olla a presión. Desde 1997, unos 215.000 palestinos son forzados a convivir con 850 colonos radicales judíos, protegidos por 650 soldados de combate israelíes. Sólo un 15% de la urbe más grande de Cisjordania está administrada por Israel, pero esto la convierte en una de las zonas más tensas de todos los territorios ocupados. "En ninguna otra ciudad palestina, viven los colonos radicales en su interior", apunta Sadot a El Periódico de Catalunya, del grupo Prensa Ibérica. 

Pero, en las últimas semanas, estos colonos se han reinventado. "Ahora, [el ministro de Seguridad Nacional] Itamar Ben Gvir les ha dado armas y uniformes", explica Azza a este diario. "Cada día, llaman tres o cuatro veces a la puerta de mi casa, ahora como miembros del Ejército, para decirnos que no nos pueden proteger y que sería mejor que nos fuéramos", añade este joven. Como si alguna vez les hubieran protegido. Tienen la orden explícita de no intervenir cuando los colonos actúan con violencia contra los palestinos. Hay 10 puestos de control en medio de calles fantasmas de la ciudad que la han desmembrado y han destrozado su economía. Antes del 7 de octubre, estos puestos eran los límites de la prisión en la que habitan desde hace 26 años. Ahora, las rejas se erigen en las puertas de entradas a sus casas. 

"Tendría que estar bajo tierra"

"Hoy estamos viviendo en una cárcel un poco grande", reconoce Bassam Abu Aisha. Este taxista de 60 años no puede evitar viajar hasta el pasado, hasta una existencia sin fronteras en sus calles, para hablar del presente. "Entonces, esta identificación", dice, en referencia a su carnet de identidad, "pasó a estar en mi bolsillo las 24 horas del día". Como mujtar, es decir, líder del vecindario de Tal Rumeida, ha tenido que salir en defensa de sus vecinos en muchas ocasiones. En las últimas semanas, más que nunca. "Yo ya tendría que estar bajo tierra", confiesa. Hace unos días, un joven soldado le apuntó a la arrugada frente con su rifle y, al disparar, la bala se quedó encallada en el cañón. "Estamos viviendo una vida infernal", reconoce a El Periódico de Catalunya.

Tras dos semanas de encierro en sus casas, la comida empezó a agotarse, el agua escaseaba, y las medicinas faltaban. El paisaje desierto del día a día empeoraba. Aquellos que estaban fuera del barrio cuando se impuso el confinamiento y tuvieron que buscar un lugar en el que dormir durante días, como Ahmad Azza, ya se sentían abusadores de la generosidad de sus anfitriones. Entonces, las autoridades israelís permitieron la apertura de los puestos de control durante una hora por la mañana y otra por la tarde los domingos, los martes y los jueves. "Si llegas un minuto más tarde, ya no entras; hay personas que se han quedado durmiendo a las puertas del puesto de control", explica Abu Aisha, que aún no sabe si llegará a su casa mientras pronuncia estas palabras.

Castigo colectivo

"Es una forma de castigo colectivo porque están poniendo a toda una población bajo toque de queda sin ser responsables ni parte de ningún tipo de violencia per se", denuncia la portavoz de B’Tselem. Acostumbrados a ser el blanco de la violencia israelí, jóvenes y mayores encuentran nuevas formas de resistir. "Antes del 7 de octubre, las cámaras eran nuestras armas, pero ahora, eso ni es posible; si quieres morir, solo tienes que sostener el teléfono enfocando a un soldado", constata Azza. "Para mí quedarme en mi casa es una forma de resistencia", defiende este joven que, ahora, convive con 10 familiares más, unidos por el temor. "Es verdad que estamos mejor que en Gaza, donde hay familias enteras que están muriendo, pero no queremos esperar hasta que nos suceda esto", explica.

Desmembrados y aislados, los palestinos de Hebrón no han participado apenas de los nuevos grupos de resistencia armada palestina que ha creado la juventud de las ciudades norteñas de la Cisjordania ocupada. Ante un poderoso e instaurado sistema, saben que tienen pocas posibilidades de vencer. "Los israelíes seguirán haciendo esto porque lamentablemente nadie les ha dicho que no a nada, ellos tienen el poder y pueden hacer lo que quieran", lamenta este joven, arrestado por primera vez con 9 años. Luego, vinieron cinco detenciones más en sus 24 cortos años de vida. "No pienso en el futuro porque los palestinos no tenemos futuro, aquí no pienso en el mañana porque mañana me pueden matar o arrestar", confiesa sin pena, sólo con grandes dosis de realismo. 

"Nuestros hijos no van a la escuela ni a la universidad, nos han impuesto la ocupación", explica Abu Aisha, exaltado. "Nosotros, con todos nuestros esfuerzos, queremos vivir en paz, sin problemas", confiesa con una mirada que viaja a una tierra palestina vacía de armas, puestos de control y soldados extranjeros. Una patria lejos de existir. Mientras ellos estaban encerrados en sus casas, con pistolas apuntando a sus cabezas si se atrevían a sacarlas por las ventanas, los colonos vagaban por sus calles, lanzando insultos hacia los habitantes autóctonos del lugar. "No estamos mejor que en Gaza", se atreve a afirmar Abu Aisha, antes de correr hacia su taxi por si aún pilla la barrera abierta que le permita dormir en su cama.

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