Oriente Próximo

El estatus quo de Jerusalén: un polvorín de frágiles equilibrios amenazado por la guerra

La Ciudad Santa ha sabido mantenerse relativamente indemne a los horrores en Gaza y el sur de Israel, pero las políticas israelís para judaizar la ciudad están rompiendo sus costuras

Un hombre pasea por una calle comercial de Jerusalén.

Un hombre pasea por una calle comercial de Jerusalén. / EFE

Ricardo Mir de Francia

La ciudad vieja de Jerusalén tiene una virtud: es capaz de morirse y resucitar casi a la misma velocidad, en función de las condiciones de seguridad que imperan fuera de sus murallas. El milagro hecho ciudad. Y estos días está medio muerta. Con sus calles en penumbra semivacías y las persianas verdes de muchos comercios bajadas. No hay sangre sobre el asfalto en la calle de las carnicerías. Los comerciantes palestinos que viven al otro lado del muro israelí han vuelto a ver sus permisos de acceso restringidos. Turistas y peregrinos han puesto tierra de por medio. Solo quedan sus estoicos residentes. Monjas griegas de riguroso luto camino del Santo Sepulcro. Escolares uniformados que trotan por las piedras como cervatillos. Fruteros musulmanes que dormitan deprimidos. Y estudiantes talmúdicos que atajan dando saltos por los tejados de camino de las ‘yeshivas’ del barrio judío.

Todo aquí se sustenta sobre un frágil estatus quo, una serie de normas no escritas que regulan la convivencia entre musulmanes, cristianos y judíos, las tres grandes confesiones que se reparten la ciudad vieja. “Cada comunidad vive en su burbuja y sabe dónde empieza y acaba su mundo. Todos nos cruzamos por la calle, pero la interacción es mínima”, explica Miran Krikoriam, un empresario armenio del barrio cristiano. La guerra está tensando las costuras y, por el camino, acentuando el instinto de supervivencia de las minorías. Particularmente los cristianos, una especie en extinción, apenas el 1.7% de los 950.000 habitantes de Jerusalén, la vieja Aelia Capitolina cristianizada por el emperador Constantino en el siglo IV. Krikoriam resume esa actitud en cuatro puntos: “No levantes la cabeza, no respondas, no te hagas el héroe y trata de vivir tu vida”.

Calma ficticia

La ciudad ha sabido mantenerse hasta ahora relativamente indemne a los horrores en Gaza y el sur de Israel, pero es una calma tan ficticia como la armonía que desprenden sus atardeceres, fruto esencialmente de la presión policial israelí. Pocos se atreven a hablar de política en la calle. Las cámaras de circuito cerrado están por todas partes. No hay ángulos muertos ni movimientos que no queden registrados. “Todos estamos ahora bajo vigilancia. La policía te para por la calle, te registra, te quita el móvil sin una orden judicial, husmea tus redes sociales y, si encuentra algo que no le gusta, te detiene con mucha agresividad. Nadie se fía de nadie en estos momentos”, asegura un vecino.

Cada día es más difícil preservar la estabilidad. La tensión en la ciudad se ha multiplicado desde que Benjamín Netanyahu formó su último gobierno de extrema derecha, ahora transformado en un gabinete de unidad nacional. La vinatería que Krikorian regenta en el barrio cristiano fue atacada en enero por un grupo de radicales judíos, una suerte similar a la que corrió el cementerio luterano y varios emplazamientos del barrio armenio. “Llegaron cantando ‘muerte a los árabes’ y, cuando un camarero les pidió que se marcharan, le rociaron gas pimienta en los ojos y patearon las mesas”, recuerda Krikoriam. Los propios vándalos colgaron los vídeos de la trifulca en las redes, pero ninguno ha sido arrestado. “Lo único bueno es que varias organizaciones judías vinieron a mostrarnos su apoyo. Saben cómo funcionan los equilibrios en esta ciudad y lo importante que es mantener el estatus quo”.

Una ciudad binacional

Demográficamente Jerusalén es una ciudad binacional: 60% de judíos israelíes y 40% de palestinos musulmanes y cristianos. Pero dentro de sus lindes solo impera la ley israelí desde 1967, cuando el Estado judío se anexionó ilegalmente el sector oriental, todavía ocupado para el grueso de la comunidad internacional. Desde entonces la población árabe ha ganado peso, pero más que la demografía es la política la que está alterando el estatus quo. “Por una parte, Israel ha grabado en su ADN que Jerusalén es exclusivamente de soberanía israelí, un asunto meramente interno, como les dicen ahora a los diplomáticos extranjeros en el Ministerio de Exteriores”, asegura el abogado israelí Daniel Seidemann, experto en la geopolítica de la Ciudad Santa y asesor de varios gobiernos foráneos.

Mapa de las divisiones de Jerusalén con la línea verde

 “El otro cambio fundamental es el plan gubernamental puesto en marcha hace más de una década para rodear la ciudad vieja con asentamientos judíos y proyectos afines con la intención de restablecer una suerte de continuidad entre el Israel bíblico y el Israel contemporáneo”, añade Seidemann. El caso más conocido es el llamado parque arqueológico de la Ciudad de David, incrustado en el barrio palestino de Silwan y desarrollado por una organización de colonos ultranacionalistas. No es el único. En febrero se reveló que el Gobierno israelí pretende expandir otro parque para que incluya el Monte de los Olivos, plagado de lugares santos cristianos y también relevante para la tradición judía y musulmana. "Los barrios palestinos quedarán aislados de la ciudad vieja y su desarrollo residencial enfrentará todavía más restricciones", escribió la revista '+972' al analizar el proyecto.

 Esos planes oficiales buscan en última instancia “la fragmentación de los palestinos de Jerusalén Este, así como su desnacionalización. Pueden existir como individuos, pero no como parte del colectivo”, explica Seidemann. “El otro objetivo es la marginalización de la presencia cristiana en Jerusalén en todas sus manifestaciones”.

Minorías toleradas, pero sin igualdad

 No todos los israelíes concuerdan con las agresivas políticas para judaizar Jerusalén Este, donde viven actualmente 220.000 colonos judíos, y convertir la vida de los palestinos en un permanente tormento burocrático para que se marchen. Pero la ideología del Gran Israel, donde se tolera a las minorías, pero se niega su igualdad de derechos, es hoy abrumadoramente mayoritaria.

 Yehoshua Wiseman tiene una pequeña galería de arte en el barrio judío de la ciudad vieja, orientado casi por completo al turismo religioso y el estudio de la Torá. Wiseman emigró a Israel desde Estados Unidos hace casi dos décadas “por motivos ideológicos” y, después de servir en el Ejército y crear una familia, se hizo ultraortodoxo tras estudiar en las escuelas talmúdicas. “Tengo relaciones cordiales y amistosas con gente de otras comunidades. Trato de darle a todo el mundo su espacio y su independencia”, explica refiriéndose a la vida en la ciudad vieja. “Pero nunca habrá paz hasta que los árabes reconozcan que la soberanía en Eretz Israel (la Palestina histórica) es exclusivamente judía. El creador nos dio esta tierra y llevamos cientos de años rezando para poder regresar”.

Los dos estados

Wiseman describe como “ridícula” la idea de los dos estados. “Israel ya trató de darles a los palestinos su independencia en Gaza en 2005", cuando sacó a sus colonos y militares de la Franja, “y lo único que conseguimos es que se convirtiera en un puñal en nuestra espalda”, dice frente a unos cuadros con motivos de la tradición israelita. “Por una cuestión de pura supervivencia, tenemos que hacer lo posible para que no sean independientes”.

Fuera de las murallas, el Jerusalén Occidental y judío está volviendo poco a poco a la vida tras el shock inicial y el espanto que causó la masacre de Hamás en el sur de Israel. Los fines de semana sus terrazas están llenas y la música retumba desde los altavoces. Algunos bailan en la calle, ajenos a la devastación en la Franja y las tribulaciones de los más 200.000 israelíes evacuados de sus pueblos en el perímetro de Gaza y la frontera del Líbano, desde donde siguen cayendo cohetes y misiles.

 Una normalización de la vida en guerra muy distinta a la que impera en los barrios palestinos al este de la Línea Verde, la demarcación en que quedó dividida la ciudad tras la guerra de 1948, una línea hoy invisible entre dos mundos que no se tocarían si no fuera porque muchos palestinos seguían trabajando en Israel antes del 7 de octubre haciendo la clase de trabajos que los emigrantes hacen en Europa. “Nosotros la llamamos la ciudad fantasma”, dice Rania Said, una musulmana de 43 años empleada en una organización internacional, refiriéndose a Jerusalén Este. “Mucha gente se ha ido a vivir al otro lado del muro porque todo son restricciones y el coste de la vida es inasumible”. La mayoría trata de mudarse a localidades dentro de la municipalidad de Jerusalén porque, si viven 10 años fuera de sus lindes, pierden el derecho a residir en la ciudad. Otra de las estrategias empleadas por Israel para expulsar gradualmente a los árabes de su “capital eterna e indivisible”.

 En el este todo cierra a las seis de la tarde. Hace años que apenas se conceden permisos para visitar Jerusalén desde Cisjordania. La economía está gripada, la inseguridad está a la orden del día y el miedo ha calado entre la población. “Los colonos te atacan, la policía te interroga, se quedan con las casas de la gente… Nos sentimos completamente asediados. No queda futuro aquí”, dice Said, quien se marcharía de la ciudad si no fuera porque tiene allí a su familia. “Antes los padres hacían lo posible para que los hijos nos quedáramos, ahora nos animan para que nos vayamos a vivir fuera con un poco de libertad”, explica con tristeza.

Pedradas contra los militares

 Hay tanto miedo e indefensión que pocos se atreven a hacer nada, más allá de recibir a pedradas a los militares durante sus redadas cotidianas en los barrios palestinos de la periferia. Pero no es allí donde está la última amenaza para el estatus quo, en permanente transformación, sino en el barrio armenio de la Ciudad Vieja. Su patriarcado envió la semana pasada un mensaje de socorro a la comunidad internacional. “El patriarcado armenio de Jerusalén enfrenta posiblemente la mayor amenaza existencial de sus 16 siglos de historia”, decía el comunicado. “Una amenaza existencial de carácter territorial que se extiende a todas las comunidades cristianas de Jerusalén”.

 El meollo del asunto es un contrato de 98 años firmado por el patriarcado con un promotor judío australiano para construir un hotel de lujo en un aparcamiento de su propiedad. Como suele ocurrir en estos casos, se negoció de espaldas a la comunidad, con un sacerdote armenio como intermediario (ahora huido a EEUU) y con presuntas malas artes de por medio. Cuando el contrato salió a la luz, los armenios descubrieron que no solo incluía el parking, sino también el jardín del patriarcado, su seminario y las viviendas de cinco familias. Una quinta parte de todo el barrio armenio.

 “El patriarcado tiene una responsabilidad en esta catástrofe, pero también es verdad que se negoció recurriendo a la manipulación, con mentiras y cláusulas ilegales”, afirma Hagop Djernazian, uno de los portavoces de la comunidad. La máxima autoridad religiosa de los armenios acabó declarando el contrato nulo y acudiendo a los tribunales israelíes para revertirlo. Pero nada de eso ha detenido al promotor. Sus excavadoras han comenzado a derruir los muros de la parcela y periódicamente envía a colonos armados y con perros a intimidar a la comunidad, que se ha acostumbrado a que judíos extremistas escupan a sus sacerdotes por la calle.

 “La última vez que vinieron empezaron a gritarnos que todos los gentiles moriremos cuando llegue el Mesías”, asegura Djernazian. “Si el contrato fuera legal no tendrían ninguna necesidad de venir a reclamarlo con colonos armados”. Los armenios no tienen armas ni ganas de pelea, aunque no han dejado de concentrarse en masa cada vez que llegan los matones del promotor. Son una minoría entre las minorías. Y, como muchos en Jerusalén, se encomiendan a Dios porque hace demasiado tiempo que las leyes de los hombres dejaron de brindarles protección.

Suscríbete para seguir leyendo