Confieso que me veo como el diletante del que habla Veny, maestro del que aprendí lo poco que sé del eivissenc y que nos ha dejado el estudio más completo que conozco del habla popular de nuestras islas. Su 'Aproximació al dialecte eivissenc' es una lúcida síntesis que combina el trabajo de campo con el estudio de sus raíces, formas atávicas, fonética, sistema dialectal, dinámica creadora y circunstancias sociológicas que a lo largo de los siglos lo han conformado.

Filólogos no nos faltan y son ellos los que tienen la responsabilidad de cuidar el precioso legado de expresiones y voces que se nos van por el tubo de desagüe.

Precisamente porque muchas de ellas son arcaísmos que no utilizamos, debemos salvarlas del olvido si no queremos perder las particularidades y la pequeña gran historia de esta riquísima variedad del catalán que es el ibicenco. En varias ocasiones me ha sucedido que un abuelo me ha soltado palabras como xumisclar, somenir, espunyir, micarata, llarguidelis, esflocar-se o mollaricó, y he tenido que pedir aclaración o acudir al diccionario.

Recuerdo que cuando era niño retenía sobre todo las palabras malsonantes, los llamados tacos, posiblemente porque eran motivo de que nos riñeran padres, curas y maestros. Si nos corregían «¡això no es diu!», las palabrotas se nos quedaban grabadas a fuego y luego, de tanto oírlas, siendo ya mayores, las hemos repetido como inconsciente exclamación.

La festiva jerga de pestes y reniegos de antaño hoy son menos comunes, tal vez porque, al mejorar el contexto cultural, el lenguaje es más formal y comedido.

Maldiciones

En otro tiempo, las maldiciones y juramentos que los curas llamaban blasfemias eran comunes, sobre todo, entre albañiles, pescadores y ganapanes. Se oían con frecuencia a pie de obra, en los muelles, en los bares y en las barberías. Y no era distinto en el campo. También el payés soltaba un exabrupto cuando una tormenta malbarataba su cosecha, si una mala mano en las cartas le jugaba una mala pasada o si, como solía suceder, las faldas le alteraban la sangre.

Pero las más sublimes subidas de tono en el medio rural las tenían el pinxo y el verro. El pinxo era el jactancioso, chulo, presumido, vanidoso, fatuo, envanecido, pretencioso, fanfarrón, fachendoso, petulante o farolero, mientras que el verro respondía más al individuo bravucón, bruto, matón, perdonavidas, matasiete, cimarrón y pendenciero. Dicho esto, no es que aquí vaya a quejarme de que en nuestros días oigamos menos groserías, tacos y reniegos. Sólo digo, como afirmaba Cela, que también las voces escatológicas y gruesas que dan viveza y color al habla deben recogerse sin falsos pudores ni respetos innecesarios. Como el Nóbel decía, «el hablar con paráfrasis y evitar una voz malsonante empobrece la lengua, además de ser una cursilada, una monumental gilipollez».

Les contaré, respecto de los tacos, algo que me costó un serio disgusto cuando, con la peregrina idea de hacerme cura, -intento fallido-, pasé, ya con 19 años, un invierno sabático en nuestro desaparecido Seminario. Sucedió que en las primeras semanas de mi enclaustramiento se me escapaba «¡la hostia p€!», expresión que el Director Espiritual calificó de falta especialmente grave. El cabreado dómine me dijo que, si reincidía, mi carrera eclesiástica estaba acabada.

Añadió que cambiara el exabrupto por ¡válgame Dios! o ¡caramba! y, en cualquier caso, que no superara el airado ¡caray! Para salvar los muebles, me mordí la lengua y no me atreví a contarle la experiencia que hubiera venido al caso y que, siendo bachiller en el Santa María' había tenido en la sala de juicios que estaba junto al Instituto.

En aquellos días, la blasfemia estaba contemplada en el Código Penal y los alumnos de 6º curso nos escapábamos a oír las ciceronianas defensas del letrado Subirón. El caso fue que, en una de aquellas vistas, se juzgó a un vecino de Peralta que, cabreado con el rector de la parroquia, le había gritado «¡me c€ Déu!».

Sin malevolencia

Algunos testigos lo habían denunciado y la cosa pintaba mal. Subirón, que era su abogado, adujo en el juicio que la expresión de marras, como muchas otras, se pronunciaba de forma inconsciente y vacía de su significado literal, sin malevolencia ni intencionalidad, es decir, como exclamación de enfado, acaloramiento, exasperación o berrinche; y sin que tuviera nada que ver con la impertinencia, el descaro, la vejación o el insulto.

Argumentó que en España la religión lo impregnaba todo y alcanzaba con naturalidad el lenguaje coloquial, de ahí que oyéramos, por ejemplo, «¡está como Dios!», frase referida a una señora de buen ver. Añadió que tales expresiones se oyen cada día en la calle y ello obligaría, cosa absurda, a sentar en el banquillo a todo hijo de vecino.

Y más sorprendente fue la argucia del letrado cuando consiguió que los acusadores y el propio juez, en el curso del juicio, repitieran el «¡me c€ Déu!» para referirse a la supuesta falta del acusado. Aquello bastó para que Subirón convirtiera en un espectáculo su defensa.