Este reportaje se justifica por partida doble. En primer lugar, se trata de comentar un artículo reciente, aparecido en un diario vasco, cuyo contenido hace referencia a un ibicenco que vivió en carne propia la Guerra Civil, el exilio francés y el campo nazi de Mauthausen. Asimismo, y he aquí el segundo motivo, la familia de este hombre, Bartomeu Marí Escandell Misses, que falleció el pasado 21 de febrero a la edad de 93 años, ha contribuido a la recuperación de la memoria histórica —y gráfica— del siglo XX de nuestra isla aportando a investigadores e historiadores locales una valiosa serie de imágenes digitalizadas, cuarenta y seis en total, que, desde ahora, ya integran los fondos del Arxiu d´Imatge i So del Consell. Se encuentran a disposición de los especialistas, pero también del público en general. Están al alcance de cualquier interesado en la materia.

El realizador cinematográfico Sabin Egilior (Bilbao, 1968) publicó hace exactamente dos semanas, el 12 de junio, una colaboración en el periódico Deia. Se titulaba ´Semprún ya tiene quien le escriba´ y venía a cuento por el fallecimiento del exministro de Cultura en la época de Felipe González. Este director quiso entrevistar al ilustre prisionero de Buchenwald, aunque problemas de índole médico se lo impidieron. Sin embargo, aprovechando su estancia en territorio galo, pudo hablar con el veteranísimo deportado ibicenco, que diseccionó, de nuevo, sus recuerdos del matadero austriaco. Con su testimonio, y el de otras víctimas del fascismo, monta un documental que aún se halla en fase de producción. Pronto nos llegarán noticias de la película. Pues bien, acerca de Misses, Egilior escribe: «En la larga mañana que estuvimos con él yo no le vi ni un atisbo de sonrisa, ni en el saludo. Me dio la sensación de que era un hombre que nunca se recuperó de su paso por Mauthausen. Sin haber escrito ningún libro mantenía lúcida la memoria y describía al detalle el horror que le tocó vivir. Al poco de salir del campo tomó la decisión de relatar lo vivido por los colegios franceses. Quizás esa elección de contar la experiencia en vez de tratar de olvidar, decisión que tan bien describe Semprún en ´La escritura o la vida´, fuera la que provocó a Escandell ser un hombre triste durante toda su vida».

El texto de Deia sigue así: «Tras la liberación, Bartolomé contaba que, durante dos años, cada día debía pellizcarse para creerse que no era un sueño, que había conseguido sobrevivir a aquel infierno, que la libertad que gozaba era real [...]. No ha dejado nada publicado ni tiene quien le escriba, pero su historia, como la de tantos otros que se fueron sin dejar rastro, al igual que la de Semprún, también debe contar». Efectivamente, Marí Escandell no editó su «biografía de vértigo», en palabras del propio Egilior. Cierto. Aunque no es menos verdad que sus dos hijas, Esther y Fabiola, se han propuesto traducir al francés las memorias originales e inéditas, redactadas en lengua española, de Misses. «Ya vamos por 1942», adelantan. Sorprendidas por la impresión que se llevó en 2009 el documentalista vizcaíno, las dos hermanas señalan que su padre «era una persona alegre, cuando había que serlo». Rememorar Mauthausen no es un tema que se preste a las carcajadas.

Y la otra cuestión que explica el significado del presente reportaje demuestra, con pruebas fehacientes, que la trayectoria vital de Bartomeu Marí Escandell no siempre fue tan dramática. Novelesca, sí, de acuerdo, pero también hubo momentos de felicidad, como los transcurridos a lo largo de «varios meses» de 1946 en un castillo próximo a Castres, donde residió el exiliado comunista, y más cercano todavía a Lautrec, en el departamento sureño de Tarn. En aquel paradisíaco lugar, rodeado de verdor, el ibicenco pudo curar heridas físicas y psicológicas de sus casi cuatro años y medio de reclusión en Mauthausen y sus ´Kommandos´ de Steyr y Gusen. En el Château des Ormes, una especie de sanatorio que albergó a un grupo de supervivientes de este infausto campo nazi, se atrevió a sonreír otra vez. Entre sus compañeros de desgracia, en semejante marco idílico, volvió a sentir que la sangre corría por sus venas.

Pero, y en ello estriba buena parte del interés del hallazgo fotográfico, Misses no fue el único inquilino procedente de Ibiza. Otro ibicenco de Vila, otro deportado, también se restableció en cuerpo y alma en aquellas balsámicas dependencias que, como por arte de magia, obraron el milagro de devolverle la condición humana. Era su amigo Vicent Juan Torres, nacido el 4 de octubre de 1913, que, antes de la guerra, había ejercido de herrero en el taller de Eugenio Sentí. De ahí le venía su inconfundible apodo, Manxa. Ingresó en Mauthausen el 11 de septiembre de 1941, derivado del ´Stalag´ Wehrkreis XVIII de Salzburgo. Le impusieron la matrícula 4.985. Bartomeu, algo más joven, que había llegado el 25 de enero de ese mismo año, portó el número 3.770. Los cosificaron. Pobres de ellos si se les hubiese olvidado recitar los cuatro dígitos en alemán. Ambos fueron asignados a la fábrica de motores de aviación de Steyr, donde coincidieron con tres paisanos, Vicent Cabanillas Ramón, Antoni Roselló Roig y Joan Torres Ribas, de Labritja, el único que queda vivo. Tiene 96 años y se ha instalado en el pueblo alpino de Saint-Véran.

Como mínimo, veintitrés pitiusos, 17 ibicencos y 6 formenterenses, dieron con sus huesos en diversos centros de trabajos forzados nazis durante la Segunda Guerra Mundial, a los que habría que sumar el caso especial de Siegfried Meir, natural de Frankfurt y radicado en Ibiza. Diecinueve conocieron Mauthausen, y siete —seis de los cuales cayeron en el ´Kommando´ de Gusen— no alcanzaron a contemplar, el 5 de mayo de 1945, la aparición de las primeras tropas estadounidenses, que se toparon con un panorama desolador. Misses y Manxa, en cambio, pudieron cantar victoria aquella memorable fecha. «Allí, en el Château des Ormes, organizaban una fiesta todos los días. Disfrutaron mucho. Y mencionaban, con cariño, a una de las enfermeras, Mamie. Se portó muy bien con ellos», aseguran Esther y Fabiola, que veranean con asiduidad en Santa Eulària.

Poco más saben Esther y Fabiola del castillo de Lautrec, únicamente la escasa información que ofrece al respecto Internet. La escuela rural israelí del Château des Ormes, con una superficie de cuarenta hectáreas, abrió puertas en noviembre de 1940 a fin de acoger a un centenar niños y adolescentes judíos expulsados de Alsacia-Lorena, además de refugiados de la región de París. Los muchachos, y también las muchachas, aprendían faenas agrícolas y los oficios de carpintero, fontanero y electricista. Ante el riesgo de ocupación alemana, los responsables de este centro de formación profesional dieron por terminadas sus actividades en marzo de 1944. Después de la guerra, se convirtió en una suerte de hospital destinado a mejorar la salud de los infortunados esclavos del III Reich. Bartomeu y Vicent lo fueron, desde la captura de 1941 hasta la liberación de 1945. Luego se dedicaron a reponer fuerzas e intentar superar el trauma. Durante unos meses, como se aprecia en las imágenes que ilustran estas páginas, fueron felices.