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De senectute, el valor de la ancianidad

En las antiguas Grecia y Roma los ancianos gozaban de un

prestigio que ha dejado su huella en el lenguaje, del que somos

herederos, y también en las costumbres (las ‘mores maiorum’)

Es una evidencia incuestionable, continuamente corroborada por la propia realidad y frecuentemente afirmada a lo largo de los siglos por pensadores que han dejado testimonio escrito en obras literarias, el hecho de que el ser humano es capaz de lo más sublime y lo más abyecto. Entre ellos naturalmente se encuentran muchos de nuestros clásicos grecolatinos, desde los filósofos a los tragediógrafos, que en sus obras dramáticas dejaron auténticos paradigmas que continúan siendo válidos, pasando por poetas y novelistas, y, en general, cultivadores de cualquiera de los géneros literarios.

A lo largo de los siglos otros han seguido la senda marcada ya por Homero, y así tenemos, por citar solo a unos pocos, a poetas como Victor Hugo y filósofos como Pascal, también científico, por cierto, auténtico genio de las matemáticas al que debemos importantes descubrimientos en ese ámbito desde temprana edad.

No podemos olvidar a Kant y su distinción entre lo bello y lo sublime, que había sido explorada siglos atrás por Longino en su tratado Sobre lo sublime, escrita en el siglo III, ni al polifacético y prolífico Cicerón, autor de innumerables obras en diversidad de géneros, en particular en el ámbito de la oratoria y la filosofía, como es el caso de su tratado Del supremo bien y el supremo mal (De finibus bonorum et malorum), escrito hace dos mil años.

Prescindiendo de consideraciones particulares, yo diría que lo que singulariza al ser humano es su afán de superación, su curiosidad ilimitada, su capacidad de empatía con el entorno y sus iguales, su inteligencia, y, aceptando que desafortunadamente existen individuos que en modo alguno podrían entrar en esta descripción, añadiría que ocasionalmente también lo caracteriza todo lo contrario: su capacidad de hacer el mal, su sadismo y su crueldad, que, llamativamente, suelen calificarse de ‘inhumanos’, en un claro ejemplo de rechazo de lo que por desgracia es una triste realidad.

Si el infligir daño a otro ser vivo me parece siempre deleznable, lo es más cuando ese ser es incapaz de defenderse por su vulnerabilidad, como los animales o los humanos que por cualquier motivo se encuentran en indefensión. Al margen de circunstancias de discapacidad, la edad es un factor que coadyuva, y así los niños por defecto y los ancianos por exceso en ella (incluyendo ambos sexos en el genérico) sufren un riesgo mayor, por lo cual deben estar especialmente protegidos y es nuestra obligación moral denunciar tratos vejatorios y, por supuesto, no perpetrarlos.

El 15 de junio se celebra el Día Internacional de la toma de conciencia del Abuso y Maltrato a los Mayores como un modo de visibilizar esta lacra. A lo largo de los tiempos las distintas sociedades han mostrado hacia los ancianos una consideración especial, constituyendo este un rasgo que supone una marca de excelencia en la civilización.

En las antiguas Grecia y Roma gozaban de un prestigio que ha dejado su huella en el lenguaje, del que somos herederos, y también en las costumbres (las mores maiorum, esas normas de comportamiento legadas como una herencia irrenunciable y que tanto nos enriquece espiritualmente).

En relación con el idioma, palabras presentes en nuestra lengua cotidiana procedentes del griego y el latín, como decano, senador, presbítero o présbite (aunque en este último caso más usado es el sustantivo abstracto presbicia), hacen referencia a la edad avanzada, aunque solo en presbicia continúe siendo evidente el peso de la edad en lo que designa, pues la vista cansada suele formar parte del deterioro progresivo del organismo con los años.

Al ya mencionado Cicerón debemos este pasaje impagable: «Las cosas grandes no se hacen con las fuerzas o la rapidez o agilidad del cuerpo, sino mediante el consejo, la autoridad y la opinión. Cosas de las que la vejez no solo no está huérfana sino que incluso suele acrecentarlas». Procede este fragmento, sobre el que me llama la atención mi amigo el periodista y locutor radiofónico Ramón García del Real, de su obra De senectute (Acerca de la vejez), un tema que a menudo ocupa y preocupa a las personas.

También el estoico Séneca dedicó al paso del tiempo, a la brevedad de la vida y a los efectos de la edad tratados filosóficos y escritos varios. En una epístola a su sobrino Lucilio, la XCII de sus Epístolas morales, relativiza la merma de la edad y declara su convencimiento de que, aunque las fuerzas físicas decaen, la inteligencia permanece incólume, afirmación con la que estoy segura de que no muchos neurólogos estarían de acuerdo. Sigue diciendo el cordobés que la vejez no condena necesariamente a la inactividad, que todo depende del temple con el que se afronten los sinsabores y con la buena inversión del tiempo, y que los dioses decretan la muerte en el momento justo.

A propósito de esto último, se dividen los pareceres entre aquellos que consideran una muestra insoslayable del aprecio divino el hecho de llegar a edad longeva y quienes, como hace el comediógrafo Menandro en el siglo III a. C., expresaban que «aquel a quien los dioses aman muere joven». Añadía Plauto en latín, abundando en la misma idea, «mientras goza de salud y conserva sus sentidos y su juicio sanos».

Hesíodo hablaba de ‘funesto umbral’

para referirse a la vejez y en un fragmento que se nos conserva del poeta yámbico Semónides de Amorgos se lee «decrépita vejez que se abalanza sobre los hombres para arrancarles la vida y lanzarles al hondo pozo del Hades». Al margen de que haya motivos para deplorar la vejez y resistirse al blanqueo de las sienes y la pérdida de la juventud gozosa que da paso a los dientes renegridos, como hacía Anacreonte, o, siguiendo su estela, también Horacio, lo que está claro es (además de la invitación al carpe diem), que debemos proteger a nuestros mayores, más débiles por los estragos que inevitablemente procura la edad (esa invidiosa aetas que consume sin piedad), y que servirse de los consejos y la experiencia que han atesorado a lo largo del tiempo es, más que necesario, imprescindible, y no solo por su utilidad manifiesta.

El progreso no puede ser tal sin tener en cuenta el pasado. No hay ningún árbol que pueda sustentarse sin raíces que lo alimenten. El respeto y el reconocimiento a nuestros mayores es un imperativo ético inexcusable y, en fin, una deuda de amor.

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