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Imaginario de Ibiza

Los palacios de Cala Mestella y el dinamitero

Desde el mar, la visión de este pintoresco rincón de costa cambia radicalmente. La perspectiva permite vislumbrar una colección de voluminosas mansiones que coronan la playa desde el borde de los acantilados, adelantándose al bosque

Vista de Cala Mestella. X.P.

La avaricia, sin duda, es uno de los signos más auténticos de la infelicidad profunda. (Franz Kafka)

En Ibiza existen rincones con más capas que una cebolla. Lugares que requieren observarlos, patearlos una y otra vez, y volver a escrutarlos con detenimiento hasta asimilar o al menos intuir la historia que contienen. Uno de estos lugares es Cala Mestella, orilla abrupta de Sant Carles, mundialmente famoso por el chiringuito del mostachudo pescador, donde aún se cocinan calderos de arroz caldoso y guisat de peix con fuego de leña, a la manera de las abuelas y los marineros de antaño.

Desde la última curva previa al descenso a la cala, la perspectiva se abre hacia los campos roturados, plantados con vides, algarrobos y almendros, y coronados por un tupido bosque de pinos, con casas blancas aquí y allá. Durante la bajada, el bosque vuelve a engullir al caminante, que transita junto a muros de piedra seca y chalets hasta alcanzar el vigoroso cañaveral que camufla el mar, signo inequívoco de la presencia de agua dulce. La orilla, pedregosa y cubierta habitualmente por un leve manto de posidonia seca, se halla flanqueada por acantilados verticales de roca desnuda, cubiertos de vegetación en lo alto.

La guarida del pescador se aposta en otro recoveco de la cala, al este. Aunque existe otro camino que desemboca en su retaguardia, se halla unida a la playa por un rústico sendero que sortea los escollos hasta alcanzar el varadero. Junto a la terraza del chiringuito, donde los comensales degustan en bancos corridos, media docena de varaderos y un llaüt amarrado frente a ellos, propiedad del Bigotes. Tipismo en su máxima expresión, de ese que, lamentablemente, ya se halla en peligro de extinción.

Para descubrir la segunda capa hay que arribar a Cala Mestella navegando o lanzarse al mar y dar brazadas hasta salir al exterior de la rada. Luego, cuando el nadador por fin se da la vuelta y echa un vistazo a la orilla desde esta perspectiva, descubre el pastel en toda su magnitud, aunque ya lo intuyera desde la ribera. Una docena de casoplones, algunos de un tamaño realmente notable, se arremolinan sobre los acantilados, prácticamente asomándose al agua desde el borde. En muchos tramos, sobre todo en el lado este, muros de piedra han desdibujado las irregularidades del precipicio, escalonándolo. Dentro del abuso sistemático que representa este urbanismo agresivo con la costa, al menos las líneas arquitectónicas de algunas de estas viviendas no se enfrentan radicalmente al paisaje como sí ocurre en otras latitudes insulares.

Desde las villas descienden escalinatas hasta improvisados muelles, donde amarrar la lancha a la puerta de casa o darse un chapuzón de agua salada, pese a que todas ellas poseen grandes piscinas. La frondosidad de los pinos disimula parte de sus volúmenes, pero muchas están tan encaramadas al borde que se adelantan al bosque. Irremediablemente, uno se acuerda de aquel magnate alemán, residente en esta cala, que decidió volar un trozo de acantilado porque le tapaba la vista, siendo condenado por la Justicia a reconstruirlo. ¿Cómo se reconstruye un acantilado? ¿Con hormigón armado? Hay preguntas que mejor desconocer la respuesta.

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