Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Del paisaje sonoro de Ibiza

Sumamos años y regresamos al niño que fuimos. Olvidamos el pasado reciente y recuperamos vivencias y sensaciones de los 6 o 7 años. Ya septuagenarios, oímos todavía las voces, las canciones, los sonidos y también los silencios que nos acompañaron mientras fuimos creciendo. La memoria retiene sobre todo el paisaje sonoro de la casa, la escuela y la calle, de la mar y del campo, el imaginario afectivo de la infancia que recordamos como única patria, como el paraíso perdido

El golpeteo del calafate nos llegaba lejano. BRIAN POLLAR, 1986 DE ‘EIVISSA, L’ILLA D’UN TEMPS’

Con la única excepción del año que viví en San Joan, toda mi infancia transcurrió en la Marina de Vila y de ella todavía retengo, no sé cómo ni tampoco por qué, su paisaje sonoro. Aunque muchos sonidos urbanos se generaban sin orden ni concierto, a la buena de Dios, también los había secuenciados, reiterativos y previsibles, sonidos que se producían con estricta puntualidad horaria. Fuertes o débiles, según fuera su naturaleza, proximidad o lejanía. Los había que se generaban en un mismo lugar, por un mismo motivo y a las mismas horas. Y eran distintos, por supuesto, los sonidos nocturnos y los que oíamos a la luz del día, los de las primeras horas y los sonidos quedos y lejanos del atardecer, los de la media mañana y los del mediodía. Como también eran diferentes las voces y sonidos de Dalt Vila y la Marina, del Mercado de verduras y la Pescadería, de los muelles y de Vara de Rey.

El hecho de que una determinada secuencia sonora marcara el paso de las horas nos descubre ahora, muchos años después, el pulso que tenía entonces la ciudad. El puerto despertaba prematinal y despabilaba a los vecinos que vivían, aledaños a los muelles, en los Andenes y en el barrio de la Bomba. En aquellas primeras horas llegaban las barcas de pesca y al arrimarse al rincón de sa Riba podía oírse alguna voz en los amarres o un aviso de avío a las mujeres que, con sus carretones, esperaban junto a los noráis las capturas que llevarían enseguida a la Peixateria. Otro sonido también mañanero pero menos discreto -solíamos oírlo todavía en la cama- era el bocinazo bronco y breve del barco-correo que, cuando estaba entre los dos faros, el de Botafoc y el de la bocana del puerto, llamaba a don Camilo, el Práctico de los muelles. Menos escandaloso pero también madrugador era el tintineo de la campana de Sant Elm que llamaba a la primera misa.

Y no tardaba en darnos la tabarra el pregonero que nos cogía frente al vaso de leche y la tostada. A los niños nos gustaba su militar clarinetazo en las esquinas. Y su vozarrón, que avisaba al vecindario de los nacidos y los muertos, de las películas que ‘echaban’ en el Pereira y de las costillas de cordero que tenían buen precio en can Miquelitus. Y luego, mientras íbamos camino de las monjas de La Consolación, de San Vicente de Paúl o de La Graduada, la Marina nos daba un estrepitoso buenos días en las persianas que las tiendas y talleres levantaban para abrir sus puertas. Aquello coincidía con el ronroneo renqueante de los motorizados carruajes que llamábamos camiones y que llegaban de los pueblos con pasaje y carga, sacos de patatas, jaulones con gallinas o conejos y, bien sujetas, las cilíndricas lecheras que el chofer recogía en puntos convenidos de la carretera para cubrir los consumos de la Marina. Y con el estertóreo ronquido de aquellos ‘correos’ que paraban frente al bar Añón, la Banca Matutes y el Marisol, nos llegaba el traqueteo de los carros -las calles eran todavía de tierra- que bajaban a la Plaza, hoy Mercat Vell, los productos del campo.

Rezar don desgana

A partir de aquel momento, los sonsonetes eran ya los de la escuela: voces y gritos al coger las batas del perchero, algarabía que sor Sofía cortaba al entrar en el aula. Rezábamos con desgana la preceptiva Avemaría y bajábamos con estrépito intencionado el asiento del pupitre, un estruendoso golpeteo que enfurruñaba sobremanera a la buena hermana. Y la mañana transcurría luego con la morosa monotonía de cada día entre lapiceros, sacapuntas, gomas de borrar, tizas, pizarra, pláticas de la sor y las cantinelas que nos ayudaban a memorizar las tablas de multiplicar. El mediodía tenía una tregua sonora, pero era sólo relativa, porque en las casas, mientras comíamos, oíamos religiosamente el Parte de Radio Nacional. El colegio nos evitaba la siesta y quedábamos libres a las 5 de la tarde. Después de hacer los deberes y merendar pan con chocolate, sobrasada o membrillo, salíamos espiritados a la calle y el paisaje sonoro era ya el nuestro, sólo el nuestro. Y es que lo hacíamos todo gritando, correr, jugar a piola, a las 4 esquinas o a Barrabás surt.

Y practicábamos temerarias incursiones en barrios enemigos que terminaban con algún guerrero descalabrado por los cantazos de los tirachinas. Lo normal, sin embargo, era quedarse en el propio barrio y jugar hasta que se nos iba la luz y nuestras madres nos llamaban desde los balcones para la cena con aquellas voces que alargaban siempre los finales y se repetían porque ninguno acudía al primer aviso, Juaniiiiiito, Tonieeeeet… También recuerdo, en primavera y en verano, que nuestros gritos se fundían con los chillidos de las golondrinas que en su caza de insectos peinaban alocadas el aire. Y pues hablo de las golondrinas, otro sonido menor pero cotidiano, hoy desaparecido, era el de los gorriones, la piuladissa dels pardals que al atardecer buscaban cobijo entre las tejas y en los árboles de Vara de Rey.

En extinción

Ahora, se lamenta un amigo, «els ocells s’estan extingint; s’ha acabat la xiscladissa qie feien als capvespres; la contaminació dels cotxes, la falta d’espais verds i la invasió urbana de coloms salvatges i gavines, estan eliminant els pardals». No había caído en ello, pero es verdad. Aquella algarabía pajaril ya no se oye. Aquellas modestas avecillas, domésticas y amigables, que ni tan siquiera sabían cantar, que sólo piaban y andaban siempre a saltitos buscando las migas de nuestras meriendas, han desaparecido. Como ha desaparecido la chiquillería que jugaba en las calles que hoy son de cemento y de los coches. La ciudad se ha endurecido, se ha desnaturalizado y deshumanizado. Ya no es nuestra.

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