Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Los años del bacalao en la Ibiza de los años 50

«El bacallà sempre s’ha de posar en remull perquè es dessali. S’escorre i es passa per aigua clara. En una cassola, amb bastant d’oli, es fregeixen les tallades prèviament enfarinades i es reserven. En la mateixa cassola es sofregeixen dues cebes tallades a rodanxes fines, unes tomates pelades i netes de llavors i uns grans d’all, picats; s’assaona tot de sal, pebrera vermella, pebre i nou moscada i s’hi afegeixen les tallades de bacallà. S’ofega uns minuts, es rega amb una tassa d’aigua i es manté sobre el foc fins que la ceba estigui ben cuita». J. Castelló Guasch.‘Bon profit! El llibre de la cuinaeivissenca’

Bacalao seco y pasado por agua. Magón

Sorprende recordar el protagonismo que tenía el bacalao en el consumo de pescado que hacíamos en Ibiza en los años 50, cuando yo era niño. Y sorprende porque, a pesar de estar rodeados de un mar que era una magnífica despensa y nos proporcionaba pescado fresco, en nuestras mesas era muy común el bacalao que en el Mediterráneo no se daba ni por asomo. A Ibiza y Formentera nos llegaba salado. El pez era un desconocido. Luego supimos que medraba en las aguas gélidas y profundas del Atlántico Norte. Pero si venía de la quinta puñeta, ¿a qué se debía su consumo fuese mayoritario y su buen precio, a tal punto módico que se consideraba comida de pobres? La respuesta nos descubre una historia curiosa. Hoy sabemos que los pescadores vascos ya alcanzaban en el siglo XVII las pesqueras de Terranova y allí vieron que secaban el bacalao como hacemos nosotros con las mussoles y rajades, colgándolas de las sabinas (parrells). Y mucho antes que los vascos, en el siglo X, los vikingos ya tenían secaderos de bacalao, práctica que conocieron en los viajes que hicieron a Islandia y Groenlandia Thorwald y su hijo, Erik el Rojo.

Pero lo que aquí nos interesa es lo que hicieron los vascos para traer grandes partidas de bacalao que secaban con sal, como ya se hacía para conservar la carne. El bacalao salado y seco reducía su volumen y perdía cuatro quintas partes de su peso, facilitando el transporte que así podía hacerse en grandes cantidades que permitían, vendiéndolo barato, que fuera rentable. Prohibitivo hubiera sido desalado, como lo encontramos hoy en cualquier mercado donde su precio puede superar los 40 euros el kilo.

Pero vamos a lo que voy. En la Ibiza de los años 50 no teníamos, que yo recuerde, ninguna pescadería o tienda que lo vendiera desalado y preparado ya para la cocina. Lo comprábamos seco y tieso, duro como la madera. En el colmado de Juan que estaba en la esquina de Azara y José Antonio (hoy Bisbe Cardona), tenían los bacalaos salados, triangulares como mapas de Sudamérica, colgados de las vigas del techo, como momificados junto a las espiraladas tiras matamoscas. El señor Juan los descolgaba con una percha y para poder venderlos los troceaba con un cuchillo matancero o con una hachuela.

Recuerdo que nuestras madres, para desalarlo, lo dejaban de 3 a 6 días cubierto de agua en una jofaina para que perdiera la sal y se hinchara al hidratarse; después se le tenía otros 2 días en agua nueva y ya se podía consumir, fuese cocinado o crudo, bien regado con aceite de oliva virgen y unas aceitunas, preferentemente negras. Junto al cuinat de verdura, el bacalao no faltaba nunca en Semana Santa. Veo en el Diario de Ibiza de aquellos días una viñeta que representa a doña Cuaresma con 7 pies, por los 7 días de la Semana Santa, y un bacalao seco en una mano. Su consumo era obligado aquellos días. Un Bando Eclesiástico de 1950 nos advertía de que iríamos al Infierno si no cumplíamos a rajatabla el precepto que nos imponía: «Los diocesanos que no adquieran la correspondiente bula pecan mortalmente si no observan la vigilia todos los viernes del año, el ayuno todos los días de Cuaresma, y abstinencia y ayuno el Miércoles de Ceniza y todos los viernes y sábados de Cuaresma». En otras palabras, la Santa Iglesia nos prohibía comer carne la mitad de los días del año. Para mí tengo que relacionaba el inocente consumo de carne con los placeres lujuriosos de otras carnes. No sé.

Los 40 días de ayuno en el desierto

En la Catequesis de Sant Elm, el Padre Ramiro nos decía que aquella dieta espartana recordaba los 40 días de ayuno que pasó Jesús en el desierto. El problema es que Él lo hizo porque quiso y nosotros lo hacíamos a la fuerza. Él era Dios y nosotros pobres mortales. Lo que sucedía, creo yo, es que el clero tenía ganas de fastidiar. ¿Por qué, si no, permitía que se comieran gambas y langostinos que muy pocos podían comprar? Cabe decir, para decirlo todo, que aquella no era una imposición que nos costara cumplir, porque carne, lo que se dice carne, en aquellos años la veíamos de uvas a peras. No necesitan prohibirla. Eran tiempos de garbanzos, lentejas y potajes, platos humildes pero contundentes. Y teníamos también el recurso tramposo de la Bula de la Santa Cruzada que, ¡ahí es nada!, venía de 1509, de cuando los Reyes Católicos se las vieron con los sarracenos. La Bula era una especie de indulto que rebajaba la prohibición, pero pasando por caja, soltándole al cura, según los casos, entre 50 céntimos y 10 pesetas. La Bula se adquiría en las parroquias.

Los vecinos de la Marina la íbamos a buscar a Sant Elm. Nos la daba discretamente el Padre Alberto en la sacristía. A mí me mandaron un año a comprarla -ahora ya puedo decirlo-, pero como encontré en el aparador del comedor la del año anterior, me quedé con los cuartos y me compré dos tebeos de Roberto Alcàzar y Pedrín y tres del Guerrero del Antifaz. Me salió mal. Pasé por alto el sello parroquial que tenía la fecha del año en curso y tuve castigo y bronca. Me consolé con los tebeos. Y hablando de castigos, peor era cuando el metge Pepet, si nos veía escuchimizados o convalecientes de la gripe, nos prescribía una cucharadita diaria de aceite de hígado de bacalao que, por lo visto, era una bomba de vitaminas A y D. En aquel entonces se le tenía mucha fe a los aceites y peor era el de ricino que nos daban para la caspa y el estreñimiento.

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