Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

Los silencios

Se suele creer que el silencio representa la ausencia de ruido como la oscuridad representa la ausencia de luz, pero es un error. El silencio no es lo contrario del ruido, es más bien un estado perceptivo que interiorizamos y que nos facilita una nueva relación con la realidad

SILENCIOS QUE HABLAN | FERRAN GONZÁLEZ

Cuando mi padre era carabinero en los muelles y cubría servicio de noche, en casa me daban una fiambrera con su cena y se la llevaba a la caseta de madera que junto al monumento a los corsarios, en el arranque del Martillo, servía de refugio cuando los bares, uno tras otro, bajaban la persiana; los primeros en cerrar eran el Garroves, La Estrella y el Pou, y luego, sobre la una de la madrugada, más trasnochadores, cerraban el Pitiüso y el Ribereño. Este recuerdo de infancia viene a cuento porque en aquella garita que los carabineros llamaban eufemísticamente puesto de guardia había en un rincón, debajo de la percha en que colgaban los capotes, una enorme caracola que a mí me gustaba llevarme al oído por el silbido sordo y lejano que, no sé cómo ni por qué, retenía en su interior. Me dijeron que era el sonido del mar y del silencio, cosa que me sorprendió porque yo creía que el silencio era mudo. Luego he comprobado que no me engañaban, he oído muchos otros silencios.

Hoy cuesta más oírlos porque vivimos en un infierno sonoro, una baraúnda de ruidos que no deja huecos por los que el silencio pueda colarse. Pero siguen ahí. Yo creo que no queremos oírlos. Hoy los silencios nos incomodan, nos asustan, han perdido su sacralidad y tienen mala prensa. Para los cartujos y los eremitas han sido siempre una penitencia. Y sin embargo, el silencio es necesario. Los músicos, hacedores de sonidos, son paradójicamente quienes más valoran los silencios como notas que no se ejecutan, como pautas silentes que, al separar los sonidos, los enfatizan. Ravel decía que lo importante en la música, más que las notas, son las distancias que entre ellas crea el silencio.

Silencios que hablan

Pero volvamos al principio. Decía que después de descubrir el silencio en una caracola, pude oír muchos otros silencios que, eso sí, ahora están como agazapados. La ensordecedora batahola que sufrimos nos impide, sin ir más lejos, oír las campanas de Sant Elm que cuando yo era niño se oían en la Penya y en Vara de Rey. Y eran silencios que hablaban: más espaciados entre los tañidos del toque de difuntos y más cortos, casi imperceptibles en el repique de las campanas que nos llamaban a misa. Y cuando el barco-correo anunciaba su salida con los afónicos bufidos de su sirena, también había entre los bocinazos un pequeño silencio que los potenciaba. Y los silencios estaban asimismo en la percusión de muchísimos oficios, en el golpeteo de los martillos y mazas de los herreros, de los calafates, del alpargatero, el zapatero y el hojalatero...

Silencios mayores

Aquellos pequeños silencios eran los tiempos que exigían los brazos para, después de cada golpe, recuperarse y volver a la carga. Y había, por supuesto, silencios mayores que, más que en el hacer, estaban en el estar, en las estancias, en determinados espacios y momentos. Era el caso del silencio de las iglesias. Todavía hoy me impone el silencioso vacío de Santo Domingo. Y algo de religioso tiene también el silencio arqueológico del Puig des Molins, del Museo y de la Necrópolis. Y en mis recuerdos está el silencio de la Biblioteca que teníamos en Vara de Rey. Doña Regina, la bibliotecaria, nos chistaba para cortar nuestros cuchicheos y después de aquel chisssst, la sala quedaba en un silencio aún más pesado, todavía mayor. ¿Y cómo olvidar el silencio sordo de los dormitorios que oíamos antes de que nos venciera el sueño? Para mí era un alivio el traqueteo lejano de la rotativa del Diario que entonces tenía la Imprenta en los bajos del mismo edificio –el de Campos y cas Saboner- donde mi familia vivía. El monótono y familiar tracatraca de la Marinoni se sobreponía al sibilante silencio y me dormía.

Silencios circunstanciales

Otros silencios eran circunstanciales. Era el caso del silencio que se producía todos los días y a la misma hora en Vara de Rey cuando cesaba la escandalosa piuladissa dels pardals, la algarabía pajaril que montaban los gorriones al atardecer, supongo que al disputarse las ramas para pasar la noche; conseguido su acomodo, de golpe, el paseo quedaba en un profundo silencio. Y otro silencio asimismo urbano era el nocturno, particularmente en los inviernos. Yo lo recuerdo, sobre todo, en la Penya y Dalt Vila. Supongo que al ser barrios sin las tiendas, talleres y bares de la Marina, el personal se recogía en los interiores cuando se iba la luz. Oír los propios pasos en el empedrado de las calles vacías, incluso la respiración, acentuaba los silencios que, aliados con las sombras, llegaban a ser intimidantes.

Silencio del Muro

Más amable era el silencio del Muro en la caída de la tarde, cuando la ciudad enmudecía como si se preparara para el sueño. Aquel silencio encalmado de la bahía lo rompía casi siempre el moroso pop-pop-pop de un llaüt que salía a pescar, pero que, al doblar la bocana del puerto, nos devolvía el silencio según se alejaba. Y el mar, en sí mismo, podía ser también un ámbito de profundo silencio. No siempre, pero sí en les minves, en las encalmadas de enero cuando las aguas retrocedían.

Silencio de la pintura

Algunos años después de los que vengo recordando, ya en los últimos cursos del bachillerato y gracias al extraordinario profesor de literatura que nos convirtió en lectores, don Antonio Tormo García, descubrí el silencio de los libros en '20.000 leguas de viaje submarino' de Verne, en 'El verano' de Camus, en 'La línea de sombra' de Conrad y en 'El correo del sur' de Exupéry. Don Antonio nos llevó un día al Corsario, a ver una exposición de pintores ibicencos y, al día siguiente, en el aula, nos habló del silencio en la pintura. Lo hizo proyectándonos unas diapositivas que le pidió a don Manuel Sorá que nos daba Historia del Arte. No olvidaré lo que nos dijo. Según él, algunos cuadros, al verlos los escuchamos. Una de aquellas pinturas era el Paisaje bajo la tormenta de Rembrandt. Si todavía lo recuerdo es porque, después, siempre que he visto el cuadro me ha parecido oír el ruido mudo que, estrepitoso, anuncia la tormenta. Hoy, muchos años después, sé que la pintura de Ferrer Guasch, en sus blancos y en sus deshabitadas arquitecturas, es también una pintura de silencios.

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