Diario de Ibiza

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Memoria de la isla

El Soto de Ibiza

«Alta en sòcols de roca groguinosos / et miro encastellada sobre el mar / mar que guareix, per jove, tota nafra, / i et somriu engrescat amb tots els vents» MariàVillangómez. De ‘Poemes mediterranis’

La espalda de la ciudad. Eduardo J.Posadas

Al viajero que por primera vez llega en barco a Ibiza le sorprende que la ciudad dé la espalda al mar y se encare al norte, puestos los ojos en el carrusel de montañas y valles que tierra adentro cierran el paisaje. Y también le sorprende que la ciudad se esconda. Son ya las 7 de la mañana y el pasaje está expectante en la cubierta. Una joven grita ¡ja es veu Vila! y señala con la mano al SW, pero el viajero no ve nada. El ‘J. J. Sister’ navega a media marcha, paralelo a la costa, y todo lo que el viajero ve por estribor es una sucesión de acantilados terrosos y colinas verdes, sin otros signos de habitación que algunas casas dispersas. Si el viajero conociera la historia de la isla sabría las buenas razones que tuvo la ciudad para ocultarse. El barco dobla un faro adelantado en un islote y aproa hacia otro faro que remata a media milla el final de una escollera. Parece la bocana de un puerto, pero lo que se le impone al viajero no es todavía la ciudad; lo que ve es un desnudo peñón acantilado, ciclópeos baluartes y murallas sobre la escarpadura y, más arriba, una severa fortaleza de la que sobresale una torre. El desconcierto del viajero frente al adusto roquedal y el castillo es comprensible, pero quienes conocemos el lugar recordamos la lectura que de este paisaje mineral hacen prosistas y poetas. «Visión constante de la piedra», dice Enrique Fajarnés y nave de piedra dice Colinas. Cuando el barco dobla el segundo faro, el pasaje enmudece y el viajero, hipnotizado por el abrazo de la bahía y el prodigioso anfiteatro, comprueba que la ciudad escalonada ha domesticado la muralla.

Si el viajero conociera la historia de la isla sabría las buenas razones que tuvo la ciudad para ocultarse

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Días después, nuestro hombre, guía en mano, hace la peregrinación de rigor hasta la Catedral: templete del Mercado, Portal de las Tablas, plaça de Vila, Carrossa, Convento de Santo Domingo y Mirador sobre el antepuerto. En un banco de piedra recupera fuelle y por un oscuro túnel sale a la luz como de una fosa. Le desconcierta verse fuera de la fortaleza y no entiende el recorrido que le pide volver a entrar en ella por otro túnel que, para animarle, la Guía llama Soto Fosc. Lo atraviesa a tientas, emerge en el vértice urbano y recorre los 4 baluartes que se abren a sur, Santa Tecla, Sant Bernat, Sant Jordi y Sant Jaume. Al pie queda el pétreo dorsal del Puig de Vila que vio desde el barco, -el Soto en la Guía- que no le interesa. Su mirada descansa en la dilatada marina de los Freos, los islotes y Formentera en el horizonte. Y aquí nos separamos.

Paisaje esencial

Porque este Soto que a nuestro viajero no le dice nada, -podemos entenderlo- para nosotros es un paisaje esencial y familiar que nos regresa a nuestra adolescencia. Éramos alumnos del Santa María, instituto que entonces estaba en Dalt Vila, y el Soto, regalo de los dioses, nos tentaba para hacer novillos (saleres). Escurríamos el bulto en el recreo. Recuerdo que entrábamos en el túnel como Alicia en su espejo y la salida en el rincón de Santa Tecla algo tenia de resurrección. Paisaje primitivo y mineral, calcinado por un sol africano, en el Soto sólo medraban lagartijas y una rala vegetación arbustiva. El Soto rompía las coordenadas urbanas. Era otro lugar. Desde allí, el instituto era el mundo inferior, la bodega de un barco negrero en el que los alumnos estábamos condenados a banco y remo, como galeotes, mientras el bendito túnel era la escotilla que nos ganaba la cubierta, la libertad y el horizonte.

Han pasado muchos años, más de medio siglo, y ahora intentamos saber del lugar algo más. Porque incluso su nombre nos resulta extraño. El diccionario de la RAE define ‘soto’ como ribera arbolada, algo difícil de imaginar en asiento de tantísima piedra. Pero ¿no es también una roca el Puig des Molins, donde crecen olivos y pastaban ovejas? Incluso ahora hemos introducido cabras para mantener a raya la maleza. Y vemos que el pino coloniza la colina y la mancha verde es cada día mayor. Macabich, en su ‘Historia de Ibiza’ (II,224), recoge una carta del mismísimo Fernando el Católico, firmada en Sevilla el 22 de mayo del 1500, en la que se dice que los particulares traían al Soto sus hatos para que pastaran. Y en nuestra Enciclopèdia, (Eif), Rosa Vallés apunta que en el Soto prospera feraz la vegetación de la garriga mediterránea, además del «pi bord, la frígola, el romaní, el tomaní, l’herba de Sant Ponç, la mata, el baladre, el fonoll marí, la taperera, la figuera de pic, la pitrera, l’esparraguera, la valeriana, ullastres empeltats d’olivera i alguna figuera». Visto lo visto, el Soto se ajusta a la ribera arbolada del diccionario. Cosa distinta es que la estrategia defensiva exigiera mantener desnuda la colina para no dar protección a quienes atacaban las murallas.

Ni un mapa de Salgari

El Soto que recuerdo era mucho más que geología, historia y paisaje. No es poca cosa que sea un paraje intacto, el mismo que vieron los púnicos. En el Soto nos dio alguna clase don Gabriel Sorà y nuestra atención allí era muy superior a la del aula. Y por el Soto bajábamos a bañarnos a s’Arany, cosa que también hice en mi año sabático de seminarista. En las correrías de aquellos felices días del Santa María jugaba a nuestro favor la condición misma de aquel lugar que sólo con sus nombres nos creaba un mapa que no hubieran mejorado Conrad, Melville o Salgari: es Cementeri de la Reina, es Salt de s’Ase, sa Punta de sa Corbeta, sa Punta des Calvari, sa Cara de s’Índio, es Canons, sa Batería, sesTrinxeres, el Polvorí, sa Cadira del Bisbe, sa Punta de la Mar Loca, s’Ull de Bou, sa Punta des Seminaristas, ses coves des Contrabandistes, s’Illa Negra, s’Esbrufador, sa Cova des Fumarells… Con razón tenemos el Soto mitificado.

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