Diario de Ibiza

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Dominical | Memoria de la isla

El centro del Mundo

El milenario pasado semítico de nuestras islas, que va desde los fenicios a los árabes, pueblos que tuvieron en gran aprecio los valores simbólicos, dejó su huella en vestigios ancestrales que la modernidad ha desdibujado, pero que todavía podemos localizar en algunos aspectos y detalles de nuestra más antigua arquitectura rural

La casa ibicenca, ‘axis mundi’. Vilanova /Marqués

La casa es ese centro vertebrador desde el que se hace la vida, ese refugio del que salimos y al que regresamos, ese ámbito de intimidad que nos acoge y nos abraza, y que cuando volvemos de un largo viaje no hace decir: ¡Ya estamos en casa!. La Realidad ha perdido en nuestros días el misterio y el aura que tuvo en el mundo antiguo, particularmente en el universo solitario y ensimismado de las islas que fueron siempre materia de leyenda. No puede extrañarnos, por tanto, que Ibiza y Formentera, mundos entonces tan bucólicos como asilvestrados, fueran para sus primeros pobladores espacios de aventura y asombro, lugares propicios al mito. Colonizar significaba descubrir, conquistar, vertebrar, organizar, culturizar, hacer que lo extraño fuera familiar y hacer propio lo ajeno.

Del proceso civilizador que aquí tuvo lugar desde el VIII y VII aC tenemos un conocimiento inevitablemente fragmentario porque el tiempo ha borrado muchas trazas de aquella temprana ocupación, de aquel primigenio mapa físico y humano que tendría que decirnos cómo era su mundo, como eran las casas, qué andaduras crearon los primeros caminos y vertebraron nuestra geografía, cómo se fue configurando la habitación dispersa que parecen confirmar los yacimientos sorprendentemente dispersos de las necrópolis, los santuarios y también los cultivos.

Lo cierto es que cada nuevo dato que obtenemos del pasado nos deja más preguntas que respuestas. Sabemos, eso sí, que la colonización púnica fue sorprendentemente rápida, teniendo en cuenta que nuestra isla estaba en las afueras de Occidente, en los límites del mundo conocido. En este punto y sin ánimo de incomodar a nuestros hermanos baleares, me gusta recordar que IBSM, Ibiza, era ya una ciudad cosmopolita cuando los pobladores de Mallorca y Menorca vivían en cuevas, se vestían con pieles y se defendían con hondas a cantazos.

Para intentar entender el talante de aquellos primeros pobladores conviene subrayar un aspecto que define nuestro ahora pero que pasamos por alto, posiblemente porque no tiene buena prensa: la progresiva desacralización de la naturaleza y de la vida, un fenómeno que ha creado un abismo entre el Viejo Mundo y el nuestro. Es un hecho fácil de ver en el significativo papel que en otros tiempos tenía la casa como centro del paisaje humano, en tanto que ámbito nuclear y vertebrador que creaba cultivos, culturas y cultos. El hombre era naturalmente religioso, porque se sentía profundamente religado a la tierra que era sagrada como también lo era la casa. El sentido fundacional que el hombre tenía al crear una ciudad era el mismo que tenía al erigir una casa.

Sentido religioso

En este mundo nuestro que tan ufanamente adjetivamos secularizado, resulta curioso constatar hasta qué punto hemos mantenido, casi hasta nuestros días, en multitud de costumbres y detalles, aquel ancestral sentido religacional o religioso. Cuando se colocaba la primera piedra de un edificio significativo se requería a un sacerdote para que bendijera el lugar y la obra. Era una forma de conferir sacralidad al lugar que así quedaba supuestamente protegido por los dioses tutelares. Y recuerdo que, cuando era niño, en las casas teníamos imágenes protectoras de vírgenes y santos, cruces en los dormitorios y grandes estampas de la Última Cena en el comedor. En mi propia casa, tuvimos una placa metálica en la puerta con el Corazón de Jesús y una leyenda que rezaba ‘Dios bendiga esta casa y a quienes habitan en ella’. Eran reminiscencias de aquella sacralización ancestral del espacio habitado. Y el mismo sentido tenía la bendición que el sacerdote oficiaba en el barco –una casa en el mar- que se botaba en el Astillero.

La habitación tradicional ibicenca retiene un detalle constructivo precioso y significativo en el porxo que, más allá de aportar sombra y un rostro amable a la vivienda, juega un claro papel vestibular, de umbral entre el espacio exterior profano y el interior sagrado. El porxo es un elemento común en las casas y en las iglesias porque su función es la misma, proporcionar un lugar de tránsito que facilita un rito de paso significante, no en vano nos lleva del desamparo exterior o caos mundano al cosmos ordenado del interior que es refugio y asilo, un ámbito en el que nos sentimos protegidos. A la casa la llamamos hogar, con la misma voz que utilizamos para el lugar del fuego primitivo que era centro de vida y que todavía contemplamos embelesados. La dispersión, por otra parte, de las casas ibicencas, -siendo cada una de ellas un centro para sus habitantes-, crea una geografía con multiplicidad de centros y de ahí la sabia lectura que hizo Josep Lluís Sert de la trama de muros y caminos que domestican los campos, vertebran el territorio, humanizan nuestro paisaje y lo hacen habitable.

Regresión irreversible

La casa payesa retiene una simbología ancestral y ese primigenio espacio nuclear, Imago mundi, Axis mundi, es el punto desde el que se organiza, se articula y se orienta la vida; es ese ámbito íntimo del que salimos y al que regresamos. Si hasta no hace mucho se nacía y se moría en la casa, ¿cómo no vamos a considerarla un espacio sagrado? ‘Llegar a casa’, ‘entrar en casa’, ‘estar en casa’, son frases que expresan un profundo sentimiento de bien-estar que percibimos con sólo cruzar el umbral y que nos hace sentirnos protegidos, a salvo, seguros. Es una experiencia que sigue siendo religacional, laicamente religiosa también para el ateo. Sobreviven otros muchos signos y símbolos en los que se mantiene aquella diluida sacralidad de la habitación rural ibicenca. Es el caso de la salpassa. Y de las cruces que hacía el payés con lechadas de cal en los muros. Tal vez exagero, pero la destrucción de este impresionante legado simbólico, por muy liberados que estemos hoy de mitos y de religiones, supone una regresión irreversible y un lamentable empobrecimiento cultural y patrimonial.

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