La memoria está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos. (Héctor Abad Faciolince).

Al doblar la última curva de la carretera de Comte, ya se asoma entre un mar de pinos s'Illa des Bosc. Su superficie desnuda y pétrea se alterna con el verdor de las matas, ejerciendo un encantamiento que impele a seguir siempre de frente hasta vislumbrar una perspectiva completa del islote. Se hace de rogar incluso desde el altiplano que precede la orilla, pero cuando se alcanza el límite del leve acantilado, la roca que antaño fue bosque se funde con ese turquesa asombroso y solo cabe el anhelo de permanecer allí para siempre, más allá del tiempo. Tal vez por ese influjo impostergable, resulta extremadamente arduo desviarse de esta senda al paraíso, justo en el instante en que casi puede acariciarse con las yemas de los dedos, y tomar la vieja carretera del Club Delfín para ascender hacia otro prodigio de la naturaleza. No hace tanto, aquellos que conocían la magia del lugar, acudían a él con frecuencia para embriagarse con el espectáculo de los islotes flotando en el horizonte, aunque fuera sobre un océano de decadencia.

Se accedía a una urbanización destartalada y se tomaba la calle de s'Espartar, a la derecha. La estrecha avenida moría con el mar de frente, unos cientos de metros más adelante. El asfalto, salpicado de socavones y baches provocados por la interminable labor de zapa de las raíces de los pinos. A ambos lados, añejos chalets construidos al estilo tradicional, con fachadas encaladas que griseaban sin disimulo, aristas redondeadas, persianas verdes y barandillas de pino. Algunos aún habitables, otros verdaderas ruinas sin puertas ni ventanas.

El asfalto moría en una plazoleta sostenida por el precipicio. Se podía estacionar en cualquier parte, pues en invierno no se veía un alma y en verano casi tampoco. Eran los últimos coletazos del Club Calimera Delfín Playa, territorio de alemanes y erigido antes de los ochenta. Luego, a gozar el espectáculo junto al muro de piedra que cerraba la urbanización. A sus pies, veinte metros más abajo, los escollos de la Punta des Niu de S'Àguila bañados por un agua esmeralda que inmediatamente transmutaba a Índigo y, de frente, el islote de S'Espartar.

Un tipo con pinganillo

La panorámica resultaba tan expedita que hacia la derecha alcanzaba la Punta de s'Embarcador, a continuación del cabo horadado de sa Figuera Borda, invisible a esta altura. Por la izquierda la vista se perdía en es Vedrà, con su perfil completo y el pico de la Bastorra casi descolgado, aunque prácticamente acariciando la Punta des Moro que precede Cala Carbó y es Cap des Jueu que cierra la costa de Cala d'Hort. Entre medias, los monolitos de Cala Llentia y los entrantes de Cala Codolar, Cala Corral y Cala Tarida, sobrevolados por el verdor de los pinos de sa Talaia y sus montes aledaños.

Hoy, calle y plazoleta siguen existiendo y nada impide el paso ni disfrutar de la intemporalidad del paisaje desde la baranda. Pero ya no fluye en el ambiente la misma sensación de libertad. Los avejentados apartamentos han sido reconvertidos en cuidados chalets de diseño contemporáneo y minimalista, el asfalto y las aceras relucen como en Sunset Boulevard y la zona de la piscina, surcada de grietas desde hace años, ahora es un lujoso restaurante y el balneario con magníficas vistas de la costa de Poniente. Aquel vetusto y arruinado Club Delfín ha sido sustituido por el Seven Pines Resort. La sensación es que, en tan suntuosas calles, en cualquier momento puede aparecer un guardia de seguridad o un tipo con pinganillo y echarte con viento fresco.