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Arte&letras

Paisaje umbraliano

Paisaje umbraliano Por Miguel Ángel González

«Vi muy claro que lo que el público consume es un nombre, una aureola, una figura, una imagen, una firma, y que la gente no sabe un puta palabra de nada, incluidos los críticos. La aureola, el personaje, tiene que preceder a la obra». ‘Trilogía de Madrid’. Francisco Umbral.

En La belleza convulsa, supuesto diario de Umbral, don Francisco se retrata inclemente, ácido y demediado. También caricaturesco y lascivo, abierta la camisa, altiva la mirada tras el culo de vaso de sus gafas, fachada casi siempre de mala leche –pura pose-, la mandíbula perfilada y dura, al viento la melena y, cuando sale a pasear, bufanda, guantes y subido el cuello del gabán. Dandy como su admirado Valle Inclán, el de botines blancos de piqué al que le dedica un ensayo estupendo, como el Gimferrer epatante de oscuro gabán en agosto y como el escatológico Cela, su maestro y valedor, un Umbral de impenitente egotismo se nos ofrece con un lago de sangre en el pecho y un falo de oro que se enamora de una cabra y fornica con ella. Un Umbral, en fin, que se mira en Quevedo, Delibes, Agustín de Foxá, González-Ruano, Mariano José de Larra, Mesonero Romanos, Ramón Gómez de la Serna, Rimbaud, Baudelaire y algunos otros. Genial y exuberante orfebre de la lengua, excesivo a veces, siempre transgresor y desconcertante, Umbral es tan elogiado por unos como envidiado y vilipendiado por otros.

Duro como la piedra en escena, es frágil y tierno en las distancias cortas, en la intimidad. Ahí está el Umbral dolido, el Umbral cercano de ‘Mortal y rosa’, dándole vueltas a la muerte de su hijo Pincho, -por leucemia, sólo tenía 6 años-, y, a pesar de todo, sufriendo literariamente su dolor, lírico y descomunal en su desnudamiento: «El niño está ahí, vivo, mirado desde los rincones por todos los gatos de la muerte, haciendo hablar a las cosas, gozoso de la locuacidad de los objetos y las esquinas, asomado al culo de la vida, viendo el revés de todo, encontrándole al mundo púas musicales, resortes de payaso».

Y luego está el Umbral fustigador de sus columnas en El País y El Mundo, prosista todoterreno, superdotado y a tal punto inimitable que no hay dios que lo traduzca a otro idioma con acierto. El propio Umbral, ya digo, es mismamente literatura. Se quiere literatura. Se inventa y se escribe a sí mismo. Conviene recordar que Francisco es la persona y Umbral es el personaje que juega a ‘niño malo’ y que se nos muestra, las más de las veces, enfurruñado, intransigente, devastador, sarcástico, irónico y, si viene al caso, también insultón. Todo ello le crea al impar Umbral enemigos que no le importan y que incluso celebra. Ya se sabe, «es mucho peor que no hablen de uno; hablan, luego existo». El mejor ‘yo’ no es el que somos, -no somos nadie, dirá-, es el que queremos ser, el que creamos. Posiblemente, menos ético que estético. Aquí conviene recordar que nuestro autor es fruto de los amores adúlteros de su madre con un tal Urrutia, empresario que no quiso reconocerlo, de manera que Umbral es un seudónimo literario que se inventa, siendo sus apellidos reales los de su madre, Pérez Martínez. A partir de aquí, tiene su lógica de crearse un personaje.

Torrencial y ambicioso

Pero vamos al torrencial y ambicioso escribidor, Premio Mariano de Cavia, Premio González Ruano, Premio Gabriel Miró, Premio de la Crítica, Premio Nadal, Premio Príncipe de Asturias, Premio Víctor de la Serna, Premio Fernando Lara, Premio Nacional de las Letras, Premio Cervantes, etc. Umbral hace un poco de todo, narrativa, prosa poética, ensayo, artículos de prensa, memorias, cuentos, biografías, crítica literaria, misceláneas, diarios, crónicas noveladas, etc.

Nada queda fuera, literatura, memoria, política, mujer, sexo, cotarro social, lumpen, sociología, historia… Y siempre a vueltas con sus particulares geografías de Valladolid y Madrid. En cualquier caso, autorreferencial en todo momento –«mi camino es contar mi yo», decía-, su obra mantiene una constante autobiográfica que mezcla ficción y realidad, más lo primero, con un lenguaje que inventa, recrea y tira, siempre que puede, al costumbrismo castizo y barroco, a la jerga de la calle que tenemos, por ejemplo, en ‘Balada de gamberros’, ‘Los helechos arborescentes’ y en ‘Travesía de Madrid’ o en ‘El Giocondo’, novela de la farándula nocturna de un Madrid grotesco de antros y puterío, con personajes falseados pero reconocibles, etc.- hecho que dificultó su publicación porque los editores temían la furibunda reacción de quienes se veían retratados en situaciones comprometidas. ¿Era el propio Umbral el Giocondo? No lo dijo. Pero no nos equivoquemos, en las entretelas de Umbral, por debajo de su su talante cascarrabias, crítico, heterodoxo y provocador, es, a su manera, rabiosamente moral y humanista.

Era inevitable que, con una producción tan desmesurada, Umbral tuviera crestas y valles. No todos sus libros se seguirán editando, pero muchos de ellos quedarán. Yo apostaría por ‘Mortal y rosa’, pero son asimismo notables ‘Memoria de un niño de derechas’, ‘El hijo de Greta Garbo’, ‘Los cuadernos de Luis Vives’, ‘La noche que llegué al café Gijón’, ‘Trilogía de Madrid’, ‘Leyenda del César visionario’, ‘Capital del dolor’, ‘Y Tierno Galván ascendió a los cielos’, ‘Un ser de lejanías’, ‘Días felices en Argüelles’, etc. Cosa distinta, más controvertida, son algunos de sus ensayos. En ‘Las palabras de la tribu’ y en su ‘Diccionario de la literatura’ se despacha con pocas filias y muchas fobias. Demasiadas. En algunas, con descarrilamiento, se le ve el plumero.

La escabechina

Pone de vuelta y media entre otros, a Antonio Machado, Azorín, Pío Baroja, Rosa Chacel, Lázaro Carreter, Cernuda, Ortega y Gasset, Laín Entralgo, etc. La escabechina es inclemente, pero colocando en un pedestal, eso sí, a los que están en su onda y no le critican. Sospecho que no entró en la Academia de la Lengua, precisamente, por irse de la lengua con excesiva facilidad y sin razón. Un Umbral, en fin, contradictorio, pero, sin ninguna duda, uno de los grandes de nuestras letras.

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