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Arte&letras - Javier Marías

El monarca del tiempo

del tiempo

No hemos querido saber pero hemos sabido que Javier Marías ya no volverá a escribir. Ni a leer. Ni a traducir. Ni a publicar sus textos periodísticos. Ni a enfrascarse en las polémicas que a menudo le han acompañado. Así acaba lo bueno y así empieza lo malo. Con la muerte troceando prematuramente la vida que quedaba por vivir. Y con la negra espalda del tiempo que es veneno y sombra y adiós. Como en un baile y sueño pesadillesco convertido en fiebre y lanza.

El anglófilo, al que algunos tildaron de «angloaburrido», que tuvo como maestro indiscutible a Juan Benet -único dueño y señor de Región-, el coleccionista inquebrantable de soldaditos de plomo y el bibliófilo empedernido que nunca dejó de ser, el principal responsable de que se tradujeran los libros de Thomas Bernhard, aquel que llevaba siempre en la solapa una imagen de su adorado Shakespeare, el que fue el novelista más dotado de su generación para narrar hasta la extenuación la inseguridad y la vacilación de quien debería saberlo todo, pero no sabe, el escritor de todas las almas habidas y por haber, el narrador de corazón tan blanco, el que fue capaz de encandilar a sus lectores con un hipnótico fraseo interminable y con el aire invisible de los enamoramientos (y de los dominios del lobo) y de un ritmo que dilata el tempo y que hace de la digresión el sentido aplazado de una verdad imaginaria en el centro de un secreto ensimismado, el novelista que fue profesor en Oxford, en el Wellesley College de Massachusetts y en la Universidad Complutense de Madrid, el caballero de la Orden de las Artes y las Letras de Francia, el novelista que conquistó Europa antes que España de la mano del crítico alemán Marcel Reich-Ranicki gracias a su programa El cuarteto literario, el editor y único rey en el exquisito Reino de Redonda que él mismo fundó y sostuvo contra viento y marea, el traductor de El espejo del mar de Conrad, de La religión de un médico y El enterramiento en urnas de Thomas Browne, de El brazo marchito de Thomas Hardy, de Ehrengard de Isak Dinesen, de Stevenson, Yeats, Auden, Ashbery, Stevens, Faulkner o Nabokov y aquel que fue distinguido con el premio Nacional de Traducción por su legendario Tristram Shandy de Laurence Sterne -cuyas notas al texto son un ejercicio de altísima teoría de la traducción y de teoría de la literatura y literatura comparada-, el miembro de la RAE, que tomó posesión del sillón R con un discurso magistral titulado Sobre la dificultad de contar y que fue contestado por Francisco Rico -el real, no el personaje-, quien consideró «el rasgo más notorio de la obra de JM» «el carácter centrípeto del narrador», ese usurpador de lo real, digo, fue el mismo que convirtió la novela en un trampantojo recurrente y en un armazón inexpugnable de largo aliento gracias a una tensión secreta y a una reflexividad narrativa insólita.

El regalo de contar

Y no: es cierto: «No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido. Contar es casi siempre un regalo, incluso cuando lleva e inyecta veneno el cuento, también es un vínculo y otorgar confianza, y rara es la confianza que antes o después no se traiciona, raro el vínculo que no se enreda o anuda, y así acaba apretando y hay que tirar de navaja o filo para cortarlo». Y sí. Contar entraña siempre un peligro culpable, un fingimiento, porque los actos para el que nunca dejó de ser el joven Marías pivotan sobre el poder ambiguo de una fatalidad irreversible como presentimiento de un desastre irreparable, inocente y cobarde a la par porque «lo cierto es que solo podemos contar así, cabalmente y con sus incontrovertibles principio y fin, lo que nunca ha sucedido. Lo que no ha tenido lugar ni ha existido, lo inventado e imaginado, lo que no depende de ninguna verdad exterior. Solo a eso no puede agregársele ni restársele nada, solo eso no es provisional ni parcial, sino completo y definitivo».

La suya se convirtió en la construcción de una ficción pura como un proceso de demolición no tanto por los conocimientos que heredamos cuanto por los reconocimientos que no estamos dispuestos a asumir. Narrar para no saber, construir un mundo de ficción para legitimar a un narrador mentiroso instalado en «la divagación, la digresión, el inciso, la invocación lírica, el denuesto y la metáfora prolongada y autónoma». En una palabra: lo que llamó, en su deslumbrante libro de ensayos Literatura y fantasma, «la errabundia».

En Siete razones para no escribir novelas y una sola para escribirlas, Marías afirma que «escribirlas permite al novelista vivir buena parte de su tiempo instalado en la ficción, seguramente el único lugar soportable, o el que lo es más». De modo tal que este novelista construyó un terreno propio, que no siempre fue comprendido, y destiló hasta la última gota la imposibilidad de contar el pensamiento limpio y puro y pergeñó en un sinfín de vericuetos la serie interminable de una obra morosa que calla más que dice porque Marías cree que la elipsis es el non plus ultra de la literatura. Un límite y una fractura.

La elipsis y la persuasión. Y la instigación y «la imposibilidad de saber y la imposibilidad de ignorar» y la sospecha, que todo lo cubre y empantana y emponzoña. Y el hablar y el callar. Porque «las personas tal vez consistimos, en suma, tanto en lo que somos como en lo que no hemos sido, tanto en lo comprobable y cuantificable y recordable como en lo más incierto, indeciso y difuminado, quizá estamos hechos en igual medida de lo que fue y de lo que pudo ser».

Aquel que repetía una y otra vez que trabajaba en una máquina de escribir Olympia -modelo Carrera de Luxe- y «más bien con brújula» y no con mapa, aquel que siempre decía sentirse inseguro cuando encaraba la propia escritura de ficción miró de frente los problemas asociados a ella, al ensayo y al periodismo como la voz arquitectónica que piensa mientras cuenta y que cuenta mientras piensa.

Cuando le preguntaron qué era para él escribir, contestó: «Creo que fue Faulkner quien dijo en una ocasión que cuando enciendes una cerilla en mitad de un bosque oscuro no es para alumbrarte, sino sólo a fin de ver cuánta oscuridad hay alrededor. Me parece que en esencia esto es lo que hace la literatura».

En la travesía del horizonte, en «el futuro posible de la realidad» que ahora empieza a vivir Javier Marías se ha convertido ya en el monarca del tiempo.

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