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Arte&letras | Clásicos contemporáneos

André Gide y el silencio de Dios

El famoso Diario de Gide. Por Miguel Ángel González

Místico y sensual, con una sensibilidad atormentada y exquisita, André Gide (París , 1869 – 1951) nos legó en Los Alimentos Terrenales un breviario de sensaciones y entusiasmos, una apología del fervor sensible que desemboca en un panteísmo hedonista: “Dios, Natanael, está en todas las cosas”.

Cuando leer lo que se publica en nuestros días es como atravesar un desierto, volver a Gide es recuperar un oasis y encontrar agua fresca cuando uno está muerto de sed. A pesar del reconocimiento universal que le supuso conseguir el premio Nobel de Literatura en 1947 y que en él encuentran refugio autores tan diferentes y relevantes como Camus, Cernuda y Sartre, en 1952, al año siguiente de su fallecimiento, la inquisitorial Congregación del Santo Oficio incluye todas sus obras en el Índice de Libros Prohibidos, quedando sujetos sus lectores a pena de excomunión. Para mí tengo que el monumental cabreo de los censores eclesiales, altos prebostes de la Santa Sede, venía de mucho antes, de cuando Gide puso a la curia romana a caer de un burro en ‘Los sótanos del Vaticano’ (1914) y en ‘Corydon’ (1924), donde se declara homosexual y hace el primer intento literario serio que conozco de separar el uranismo de la idea de enfermedad y pecado: «Si nunca he experimentado deseo delante de una mujer, ¿en nombre de qué Dios o de qué idea me impedís vivir según mi naturaleza?». Su protesta estaba justificada. Basta recordar que, todavía en los años 50, un crítico literario de reconocida talla internacional como Charles Moeller califica de vicio nefasto la masturbación y ve en Gide un «desequilibrio psíquico, una dolencia neuro-patológica». Moeller metió la pata hasta la corva.

Parece del todo innecesario recordar que Gide, novelista, ensayista, poeta, dramaturgo y crítico literario, con una prosa poética exquisita, es una de las voces cimeras de la literatura europea del siglo XX. Sincero, inconformista y provocador, autor de una obra deslumbrante y extensa que se genera a partir del autoanálisis y la reflexión, de un afán renovador y de un vigoroso impulso ético, Gide arremete contra la hipocresía católico-burguesa y contra todo pensamiento convencional y autoritario, ejerciendo una tremenda influencia en la literatura y en la filosofía europea de su tiempo. De su ingente producción literaria subrayaría ‘El inmoralista’, ‘El retorno del hijo pródigo’, ‘Los monederos falsos’, ‘Si la semilla no muere’, ‘Et nunc manet in te’ y los cuatro volúmenes de su ‘Diario’, pero aquí me limito a comentar uno de los pocos textos que tengo como ‘libros de cabecera’ y que Gide publica en dos entregas, ‘Los alimentos terrenales’ (1897) y ‘Los Nuevos Alimentos’ (1935).

A medio camino entre la prosa y la poesía, -místico casi en alguna parrafada-, es el texto con la más pura belleza estilística que conozco. Y no hay mejor presentación del libro que la que hace en el prólogo el propio Gide: «’Los Alimentos Terrenales’ es el libro de un convaleciente, de alguien que ha estado enfermo y ha sanado. En su lirismo hay el exceso de aquel que abraza la vida como algo que estuvo a punto de perder. La literatura olía a cerrado y a falso, y me pareció apremiante tocar tierra y que pisáramos de nuevo el suelo con los pies descalzos (…) Algunos sólo ven en este libro una glorificación del deseo y los instintos. Me parece una visión mezquina. Lo que yo veo es una apología de la privación y el desposeimiento. Es a lo que sigo fiel y a lo que incorporé el Evangelio para, en el olvido de uno mismo, encontrar la exigencia, la realización personal y el más ilimitado permiso de felicidad (…) ¡Que mi libro te enseñe a interesarte por ti más que por él, y por los otros, más que por ti!».

El libro tiene dos protagonistas. Menalcas, el Maestro, reflexiona y habla con su discípulo, Nathanaël. ¿Es casualidad que Nathanaël sea uno de los primeros discípulos de Jesús? ¿Es casual su propuesta de ascesis sensual y su lenguaje evangélico, algo que se da también en la predicación nietzscheana de ‘Así habló Zaratustra’? Yo creo que no. En cualquier caso, lo que no tiene precio es la profundidad de las frases y su belleza: «Contempla el atardecer, Nathanaël, como si el mundo muriera en él, contempla la mañana como si en ellas nacieran todas la cosas (…) Tal vez no admiras como debieras el milagro aturdidor que es tu propia vida. El sabio se sorprende de todo, lo admira todo. ¡Que tu visión sea nueva en todos los instantes!». Gide celebra el extasiado descubrimiento de una naturaleza acogida en la desnudez de una sensibilidad siempre disponible, siempre con sed, siempre con hambre. Lo que importa en la acogida de los ‘alimentos terrenales’ no es la satisfacción, sino el deseo, el fervor: «Nathanaël, no busques a Dios fuera del mundo, está en todas partes, está dentro de ti, está en el otro y lo encontrarás, incluso, en el éxtasis sensual de tus sentidos». Moeller, el crítico que tan severamente juzgó a Gide, tendría que revisar frases como ésta: «Señor, vengo a Vos como un niño que en vuestro regazo se abandona. Depongo todo mi orgullo, que es mi vergüenza. Os escucho y me someto a Vos» (Journal, 1889-1939). O esta otra que cierra el libro: «No aceptes, Nathanaël, la vida como te la proponen los hombres. Convéncete de que la vida siempre puede ser más hermosa, la tuya y la de los demás. Y no pienses en otra futura que nos consuele de ésta y nos ayude a aceptar su miseria. El día que comprendas que el responsable de casi todos los males de la vida no es Dios, sino que son los hombres, no podrás resignarte a esos males». Siempre que leo a Gide me vienen a la cabeza las evangélicas advertencias de Lucas, 6,36 y Mateo, 7, 1: «No juzguéis y nos seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados, perdonad y seréis perdonados».

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