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Arte&letras

Los libros prohibidos

De cada título censurado por el Santo Oficio, se conserva un ejemplar en los archivos secretos de la Biblioteca Apostólica Vaticana. | ARCHIVO MAGÓN

En estas páginas dedicadas a la cultura y, más específicamente a los libros, no está de más subrayar el poder que tuvo y tiene la palabra. Sobre todo la palabra escrita. La palabra dicha se la lleva el viento, pero la palabra impresa es peligrosa porque permanece. Por eso se han prohibido libros y se han quemado bibliotecas. Hoy, cuando la imagen arrincona la palabra, devaluada también por un aluvión de publicaciones que dan poco trigo y mucha paja, no viene mal recordar la literatura que ha sido víctima de las tijeras y el fuego, una persecución que en la Iglesia, vigilante y al quite de cualquier cosa que le reste poder, ha sido una práctica habitual. Ya en el Génesis, bellísima rondalla, Dios prohíbe a Adán y Eva que coman del árbol de la ciencia, de la sabiduría, del conocimiento que les permitirá discernir entre el bien y el mal. Dios, por lo visto, quería a sus criaturas tontas y obedientes.

Cuentos al margen, en el siglo XV, cuando Johann Gutenberg inventa un maravilloso proceso en el que las letras se funden por separado en metal y se componen formando palabras en bastidores de madera, el papel sustituye al pergamino y la imprenta le da la Iglesia un tremendo disgusto. No puede extrañarnos. La escritura había sido hasta entonces de exclusivo dominio eclesial. Los monjes copistas reproducían a mano los manuscritos de la Antigüedad que quedaban a buen recaudo en las abadías y monasterios. ¿Quién no recuerda la biblioteca escondida en el siniestro torreón de ‘El Nombre de la Rosa’? La democratización que trae la imprenta con la libre circulación de la letra impresa es una revolución que aterra al estamento eclesial que atesoraba el saber. Y como el saber era poder, para no perderlo, el papado, hacia finales de 1440, decide controlar lo que se imprima con la censura que decidirá lo que se podrá publicar y leer. Inocencio VIII y Alejandro VI exigen a los prelados que vigilen y controlen los contenidos impresos. Y poco después, entre 1512 y 1517, el Concilio de Letrán establece oficialmente la ‘censura eclesiástica’, el ‘Nihil Obstat Quominus Imprimatur’, el ‘no existe impedimento de publicación’ que aparece con un tremendo sello en todo libro autorizado. A partir de aquí, las autoridades eclesiásticas multiplican las listas de ‘obras prohibidas’ y cuando el papa Pablo III crea la ‘Congregación de la Romana y Universal Inquisición’ la cosa pasa a mayores: lo mismo el impresor que los lectores de un libro prohibido quedaban excomulgados y tenían seguro el Infierno. En el mejor de los casos, porque hubo momentos en que, junto al libro, ardía quien lo poseía. ¿Cree el lector que quedó aquí la cosa? Pues, no señor. El problema se agravó porque la censura fue secundada por las autoridades civiles católicas y la jerarquía religiosa local. Fueron muchos los papas que alimentaron la persecución, entre otros, Pablo IV, Pío IV, Pío V, Clemente VIII, Pío X, Benedicto XV, etc. ¡Toda una tropa! Un estropicio que todavía en los años 50 daba coletazos. Los mayores de la tribu, niños entonces, utilizamos ingenuos manuales de urbanidad y catecismos que en la primera página traían estampado el fatídico sello, el ‘Nihil Obstat’ que autorizaba su circulación.

Releo ‘Fahrenheit 451’, la novela distópica en la que Ray Bradbury hablaba en 1953 de una sociedad que quemaba libros y caigo en la cuenta de que en el relato no todo es ficción. Como no lo es lo que luego hemos leído en 1984, ‘Un mundo feliz’ o ‘El cuento de la criada’. Hasta 1966, la Sacra Congretatio Indicis vaticana mantuvo activo su cuerpo de censores, cerril corrillo de cardenales y prebostes de la curia romana que intentaba, -inútilmente, por fortuna-, mantener viva su nefasta lista de ‘Libros Prohibidos’ en la que, para vergüenza de la Iglesia, quedaban condenados muchísimos textos de buenísima literatura. Cuando hablamos de la Inquisición retrocedemos mentalmente a una época, pero en esto de los libros prohibidos es peligroso pensar que fue cosa de un pasado lejano que no nos afecta. Y por supuesto que nos afecta. Basta recordar que se condenaron, entre muchas otras, las obras capitales de Nicolás Copérnico, Galileo Galilei, Kepler, Francis Bacon, René Descartes, Michel de Montaigne, Maquiavelo, Baruck Spinoza, Voltaire, Blas Pascal, Jean-Jacques Rousseau, La Fontaine, Immanuel Kant, Stendhal, Auguste Comte, Victor Hugo, Montesquieu, Alexandre Dumas, George Sand, John Stuart Mill, Gustave Flaubert, Henri Saint-Simon, Pierre Larousse, Gabriele D’Annunzio, Simone de Beauvoir y ‘La Encyclopedie’ editada bajo la dirección de Diderot y D’Alembert; incluso ‘El lazarillo de Tormes’ estuvo prohibido, ¡qué ya es prohibir! Y no contentos, en algunos casos, se puso toda la carne en el asador y se prohibió la obra completa de autores como Erasmo de Róterdam, Francois Rabelais, Giordano Bruno, Thomas Hobbes, David Hume, Honoré de Balzac, Émile Zola, Anatol France, Henri Bergson, Maurice Maeterlinck, Schopenhauer, Marx, Nietzsche, Andre Gide, Jean Paul Sartre, etc. Y al margen del nefasto Index vaticano, cada país ha perseguido también un buen número de publicaciones.

En nuestro país, sin ir más lejos, han estado censurados autores como Fray Luis de Granada, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, Francisco de Borja y, por supuesto, Quevedo, Góngora, Lope de Vega, los hermanos Valdés y obras como ‘La Celestina’, ‘La Regenta’ por lasciva, anticlerical y sacrílega. Un caso casi cómico fue la censura de ‘La Colmena’ de nuestro último Nobel, Cela, que, por cierto, había sido censor franquista.

Ante semejante desvarío, uno acaba convencido de que para formar una buena biblioteca, lo mejor que puede hacer es escoger exclusivamente los libros prohibidos, censurados o expurgados. Es un criterio que no puede fallar si tenemos en cuenta que buena parte de la literatura ha sufrido las demoniacas instancias censoras.

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