Después de mi ´éxito´ en el examen de ingreso, con el escuálido aprobado que me proporcionaba la entrada en un kilométrico bachillerato de 7 años, ya estaba mi vanidad más hinchada que un sapo croando. Lo primero a que aspiré, puesto que estábamos ya finalizando el mes de junio de 1938, fueron unas vacaciones. Mi abuela me las concedió, supongo que más por mi circunstancia que por mis méritos. La moral de victoria que entonces imperaba nos hacía suponer a todos que el fin de la guerra era una cuestión de pocas semanas. Entendíamos, por tanto, que el próximo curso escolar 1938/39 se iniciaría en plena paz. Por de pronto reanudé entusiasmado encuentros y juegos con mis amigos refugiados en la vecina Ca na Mateua, los hermanos Pedro, María y Margarita de sa Rogeta, y multipliqué, en compañía de mi hermana Pili, las excursiones a Fruitera para estar con mis otros hermanos Vicentita, Juanita y Carlos. Con todos practicaba numerosos juegos, que eran los infantiles de siempre: escondite, carreras, la xinga, canicas; el ambiente rural en que vivíamos nos proporcionaba también otras diversiones como construirnos cabañas, trepar a grandes árboles, hacer pequeñas sitges o carboneras, intentos en cerámica, buscar según la época setas, espárragos o nidos.

Pero la guerra continuaba y hasta era más guerra desde que los rojos empezaron a reconstruir, después de prácticamente haberlo disuelto, un verdadero ejercito que tuviera más efectividad combativa que la de las iniciales milicias revolucionarias. Ese nuevo ejército de la República estaba impulsado por los comunistas, con sus comisarios políticos y todo, pero en algunos asuntos fueron más lejos que los soviéticos; el saludo militar, por ejemplo, no se hacía con la mano extendida a la sien, sino con el puño cerrado. Los nacionales decían que era para cogerse el cuerno.

Aquel verano de 1938 fue el de la batalla del Ebro, que si bien acabó decidiendo la guerra, fue a costa de miles de muertos por las dos partes contendientes, entre ellos varios ibicencos. Uno de ellos fue un vecino de Can Cosmi, finca inmediata a la nuestra, hermano de Pedro, amigo mío toda su vida. Asistí en San Rafael, con la familia, a exequias por su eterno descanso. Igualmente recuerdo que en su día acudimos a un funeral en la iglesia de Santo Domingo por los muertos en el hundimiento del crucero Baleares, que fueron más de 750 y entre los cuales creo recordar que hubo cuatro ibicencos.

El tiempo pasaba y la paz no venía. Se acercaba el día de preparar mi entrada en el Instituto y era preciso tenerlo todo dispuesto, en especial la cuestión de mi desplazamiento que no era baladí. Con mi abuela impedida no cabía pensar en que la familia se trasladara a Vila si la guerra continuaba, pues su mal y su edad la imposibilitaban para acudir a los refugios en el caso de más que probables alarmas. Cas Felius, de la parroquia de San Rafael, quedaba a unos cinco kilómetros del Instituto de Dalt Vila. Estaba y está entre las dos carreteras principales de la isla, la de San Antonio y la de San Juan; equidistante de ambas y a la altura de sa Creu des Magres, pequeña barriada situada en el camino viejo de San Mateo, también conocido como camí de Cas Farró, que era el utilizado comúnmente y único practicable para coches y carros, si se quería llegar a la ciudad. Se pensó -y habría sido la solución más lógica y natural- en que fuera a clase con bicicleta, pero mi fama de atolondrado y algún accidente mortal entre ciclistas, como el que costó la vida a un hermano de mi amigo Bartolomé Marí Tur, de los Marí Mayans, al dirigirse precisamente al Instituto por la carretera de San Antonio y ser atropellado por el automóvil del juez militar, uno de los pocos que circulaban entonces, vetaron de raíz tal solución. No cabía el salir a una de las dos carreteras cercanas para coger el autobús, por cuestión de horarios. También se desechó el que, aprovechando los diarios viajes de na Mateua sa lletera concertáramos con ella el consiguiente y lentísimo transporte, pues su salida a altas horas de la madrugada y su vuelta antes del mediodía, abordaron el intento. Total, se acabó adoptándo la solución mas fatigosa y saludable: iría a pie.

Se acercaba octubre, tiempo de escolarizaciones y aperturas de curso. Bajé un día a Vila, con tía Cecilia, para matricularme de primer curso, como hicimos, con todos los timbres, pólizas y formalismos precisos. Mi tía, cargada de buenas intenciones, se entrevistó después con don Manuel Sorá, para solicitarle, dadas nuestras circunstancias de lejanía y falta de medios de transporte, el que no me incorporara a las clases hasta después de las vacaciones de Navidad. Don Manuel, supongo que para quitársela de encima, accedió sin más. Esto fue para mí un error fatal, como tendremos ocasión de comprobar, pues en los primeros encuentros con cualquier ciencia o simple asignatura, si prescindes o desconoces sus fundamentos, sus bases, sus cimientos, difícilmente podrás seguir y hasta comprender el resto, el meollo de la ciencia o la asignatura.

El caso es que continué con mis vacaciones, con mi vagancia, un trimestre más. Aunque compramos libros de algunas asignaturas de primero, eran para mí de difícil comprensión, sobre todo el latín y las matemáticas. Hablamos con el cura de San Rafael, Cristòfol, por si accedía a darme clases de latín, pero se excusó, quizás por tener muy lejano el latín académico del Seminario.