Se jubila joven, con 85 años.

[Ríe y llora]. Me jubilo porque me faltan la mitad de las clientas... Siempre he tenido mucha gente, y me han querido mucho, las he peinado para comuniones, bodas... Cuando les digo que me retiro, me dicen: «Carmen, con lo bien que estás, ¿por qué te retiras?».

¿Y qué les contesta?

Pues que el negocio no da ya para estar abierto. Yo estoy bien y muy a gusto aquí, pero hay que ganar para pagar las facturas. Muchas clientas de toda la vida ya no están. Otras ya no pueden subir las escaleras.

Esas lágrimas indican que no se jubila contenta.

No, estoy muy triste. Un barbero que había aquí abajo, cuando se jubiló se despidió con una fiesta y yo, con lágrimas. [Llora].

¿Qué hará ahora?

Pues estar con mi familia, porque he vivido más con la familia de la peluquería que con la mía. No iba a comer a casa, estaba aquí trabajando e íbamos comiendo pasteles y peinando. Había muy pocas peluquerías y teníamos mucha gente.

Empezó a trabajar a los diez años con Vicent, un peluquero. Eso ahora no nos entra en la cabeza.

Antes trabajábamos a esa edad. Entré para barrer y dar pinzas. Estuve diez años aprendiendo y luego me puse por mi cuenta. ¡Y hasta ahora!

Eso es que la peluquería le gustó.

¡Mucho! Desde el principio. Era tan feliz... Mira si era feliz que para que mi madre viera lo mucho que trabajaba una vez metí los dedos en la decoloración cuando Vicent no me veía. Antes, las decoloraciones se hacían con amoníaco y agua oxigenada y picaba... Casi me desmayé del dolor.

Vicent la ponía a prueba para ver si era honrada, ¿no?

Sí, se iba y me decía que barriera bien. Había mucho pelo en el suelo y entre medias encontraba monedas: 25 céntimos, 50... Las dejaba en el tocador y cuando venía Vicent me decía que fuera a comprarme un tirurit al carrito de Sitges o a la tienda de Maria del Bisbe. Un día encontré mucho más dinero y le dije a mi madre: «¡Qué suerte tienen los peluqueros, además de lo que ganan, se encuentran dinero en el suelo». Mi madre me explicó que aquel dinero no lo perdía nadie, que Vicent lo dejaba en el suelo para ver si se podía fiar de mí. El cajón del dinero es una cosa golosa. Cuando se fue a Buenos Aires, una señora le dijo a la dueña de otra peluquería que me viniera a buscar, que era de fiar. Estuve en aquella peluquería hasta que también se fue a Buenos Aires.

¿No pensó usted en irse a Buenos Aires ya que se le iban todos?

No, nunca. Me fui a ses Figueretes. Allí me hice mis casitas y allí estamos ahora, toda la familia junta.

¿Qué le gustó tanto de la peluquería desde el primer momento?

No lo sé... Tratar con las mujeres, el ambiente... Cuando me puse por mi cuenta Pepeta Marí, de una verdulería que había frente a la librería Verdera, me dijo: «Carmen, tienes que hacerte una libretita e ir poniendo dinero, aunque sean 50 céntimos». Ninguna mujer en casa había tenido libreta del banco. Así empecé a tener mis ahorritos y me pude hacer tres casitas, con mucho sacrificio, no te vayas a creer. No íbamos de viaje, como hace hoy en día la juventud, que tiene un día de vacaciones y se va.

¿Qué le dijo su madre cuando decidió montar su peluquería?

La primera me la dieron montada. Estuve 14 años. Era una peluquería que no funcionaba y me dijeron de llevarla a medias. Dije que a medias nada, que si me ponían un alquiler que pudiera pagar, encantada. Luego ella quiso vender y la mujer que estaba en este piso, Catalina la modista, se marchaba. Se lo compré por 20.000 pesetas y puse esta peluquería.

Pero, ¿qué le dijeron en casa?

Mi madre se puso muy contenta. Y luego, cuando me dieron el piso, estuvo encantada.

¿No le dio miedo no poder pagar?

No, tenía una clientela... Nos levantábamos a las seis de la mañana y no teníamos tiempo ni de comernos un bocadillo. He trabajado mucho. Muchísimo. Eso ya se ha acabado.

Con tanto trabajo, lo de casarse lo dejó para tarde: con 43 años.

No era muy normal, no. Tuve un novio antes, pero nos peleamos. Yo quería ir a París a un curso y él no quería que fuera. Me fui a París y con él a ningún sitio. Estuve una temporada sola y luego conocí a Pere. Nos conocimos en un bar de s'Alamera y al poco nos casamos. Estuve casada casi 25 años. Muy feliz [llora].

Sólo cerró la peluquería cuando él enfermó.

Sí. Cerré seis meses. Hace 18 años que soy viuda y tengo tan buen recuerdo de él que no ha habido otro.

18 años y aún se emociona.

Es que soy muy llorona, pero eso no quiere decir que sea débil. A la peluquería vienen mujeres que te lo cuentan todo, lo bueno y lo malo de sus vidas. Y a veces lloro. Cada uno es como es. En casa somos cuatro hermanas, dos muy lloronas y dos que no lo son nada.

¿A las peluqueras les contamos lo que no le contamos a nadie?

Sí, la peluquería es un lugar en el que las mujeres hablan con mucha libertad de lo que les pasa.

¿Lo que se cuenta en la peluquería se queda en la peluquería?

Aquí, sí. No he tenido ninguna pelea jamás porque alguien dijera que yo había dicho algo que me habían contado en la peluquería. A Antoñita, desde el primer día, le dije que lo que se cuenta aquí se queda aquí, no se comenta.

Desde que usted comenzó, la peluquería ha cambiado mucho.

Muchísimo. ¡Madre mía! Hacíamos unas ondas muy bonitas y permanentes a jóvenes con el pelo larguísimo, las secábamos con un difusor y quedaba un rizo que parecía natural. Ahora, en cambio, se planchan el pelo. Estos días las clientas me preguntan que dónde irán a ponerse los rulos, que en las peluquerías modernas ya no los ponen.

Las ondas al agua y el tupé 'arriba España' vuelven a estar de moda. ¿Ha venido últimamente gente joven a pedirle estos peinados?

Los 'arriba España' los llevaban todas y estaban guapísimas. Poco después de que doña Letizia saliera con aquel traje rojo y las ondas al agua, vino una jovencita, hija de una clienta. Lloraba porque no se las hacían bien en ningún lado y la madre le dijo que si quería unas ondas bien hechas tenía que venir aquí o a cualquier peluquería antigua. En las peluquerías modernas utilizan el secador de mano muy bien, pero no hacen las ondas como yo.

Sí, pero el corte a lo garçon

[Ríe] Me costó muchísimo. Cuando me lo pedían las enviaba a Diego Ros. Pero aprendí, y lo sé hacer. No es lo mismo ir a una escuela que aprender de peluqueros, como yo. El título me lo dio la casa L'Oreal por los años de experiencia. No estudié, pero no ha venido ni una inglesa ni una alemana ni una italiana que se haya ido sin peinar. Nos entendíamos como podíamos, por señas. Y se iban contentas.

¿Turistas?

Sí, muchas. Se alojaban en Talamanca y me las enviaban. Me traían chocolates y de todo. He sido una privilegiada. He tenido gente de todos sitios: del campo, de Formentera, turistas... y me han tratado de maravilla. Cuando las llamo para decirles que cierro, lloran.

¿Los mejores momentos de su vida los ha pasado aquí?

Sí, siempre he estado aquí y siempre he sido feliz aquí. Y si una persona me ha necesitado, he ido a donde fuera, a Santa Gertrudis, a Sant Rafel... Me lo han pagado a precio de oro. Nunca me faltaron gallinas o huevos en la nevera. Estoy muy agradecida.

¿Echará esto de menos?

Muchísimo. Y a Antoñita, que hace 47 años que está conmigo.

Antes decía que los jóvenes viajan mucho. ¿Viajará ahora?

No, estaré con mis hermanas, nos juntamos cada domingo las cuatro y otras tres cada día. Cuando cierro la peluquería vamos a casa de Victoria hasta las nueve, luego me voy a casa de Elena, hasta las diez, cuando acaba una novelita, y luego me voy a casa.

En 75 años habrá seguido la vida de sus clientas.

Sí, de niñas, cómo se echaban novio, cómo se casaban, cómo tenían hijos, cómo se quedaban solas y... ¡he visto tantos muertos! Me despido de todas. A mis clientas, mientras pueda, no les faltará mi visita en Pompas. Cierro a la una y media, subo en taxi y vuelvo a la peluquería.

¿Ya no conduce?

No, hace mucho, desde que mi marido murió.

Usted se sacó el carné en una época en la que no era muy habitual que las mujeres condujesen.

No, y me lo saqué a la primera. A los diez años dejé la escuela y no había ido más clase. Me lo saqué porque mi amiga Cati se lo quería sacar y no quería ir sola. Sólo había un sitio para los exámenes, un lugar en el que hacías los cien metros, la rampa, marcha atrás... Me lo saqué todo a la primera.

¿Y Cati?

También, pero el profesor me dijo que le había hecho ver brujas. [Ríe] Lo celebramos. Conduje 22 años y no tuve un accidente jamás.

El coche se lo compró con su propio dinero, ¿no?

¡Sí! Un 850 que me costó 100.000 pesetas.

Ha sido una mujer muy independiente.

Sí, pero mi madre me trataba como a una criatura.

Dejó el colegio con diez años. ¿Le habría gustado estudiar?

No. Dijeron en casa que en una peluquería buscaban a una niña como aprendiza y le pedí a mi madre que me dejara ir. Me daban poco, pero era una ayuda. Llegamos a ser once en casa y lo poco que ganaba no era broma. Mi madre no trabajó nunca, pero trabajo en casa no le faltaba. Ya de mayor estuvo tres años enferma sin salir. Mis hermanas se turnaban para atenderla y nunca me dijeron que dejara ni una hora la peluquería para ir a ayudarlas. Tampoco mis cuñadas cuando enfermó mi suegra.

Son una familia muy de mujeres.

Sí, no nos hemos disgustado nunca. Cuando mi hermana tuvo a su hijo Bartolo a la madre de su marido le dio un ataque cerebral. Ella, Victoria, trabajaba conmigo, pero tenía que estar con su suegra, así que estaba aquí Elena, la pequeña, y cuando había que hacer permanentes, como no sabía, se iba a cuidar del niño y venía Victoria. Siempre nos hemos ayudado.

Hace unos años me dijo que la gente ahora no se peina muy bien...

No sé de qué viven tantas peluquerías. Las salva que son unisex, los hombres hoy en día son muy presumidos: una barbita, un bigote, unas mechas... En mi tiempo la gente iba muy peinada.

¿Ha teñido pelo en verde o rosa?

¡No! Y si vinieran, no se lo pondría. He puesto colores normales. Me gusta hacer lo que me gusta.

¿Qué es lo que más le gusta?

Antes hacía muchas permanentes. En Navidad venía mi hermana a las ocho, se ponía los guantes y hacíamos 15 o 16 permanentes en un día. Ahora, en siete meses, igual no las hago. Todo ha cambiado de una forma... Antes la gente tenía mejor pelo, se veía más brillante. Ahora está muy castigado por máquinas y otras cosas.

¿No es lo mismo alisarse el pelo con una plancha que con la toga?

No, la toga, lo que hacíamos antes cuando alguien quería un pelo liso, no dañaba el pelo.

¿La peluquería es un refugio para las mujeres?

Aquí se juntan, dicen lo que quieren... Nos hemos reído mucho. Un día teníamos el balcón abierto y un joven que pasaba nos preguntó qué hacíamos. Contábamos chistes. El otro día contaron aquí uno, ¿te lo cuento?

¡Venga!

Una andaluza que va a la farmacia y dice: « Vengo a bujcar pastillitah para haser e amó». El farmacéutico le pide la receta y le contesta: «No es para hacer el amor, es paracetamol». [Ríe a carcajadas] Nos reímos mucho. Es una familia. La mía casi no la he disfrutado, sólo por las noches. ¡Mi madre hacía las paellas por la noche!

¿Ha notado las crisis?

No, nunca. He trabajado mucho. Ahora, si quisiera trabajar, perdería el dinero que he ahorrado.

Cierra el 30 de noviembre, es una fecha extraña.

Quería acabar el año, ¡pero eso significaría otro trimestre de IVA! Soy autónoma y cada tres meses hay que presentar papeles. Y ni vacaciones ni bajas.

¿Ha tenido una baja alguna vez?

Sí, cuando me rompí el brazo, dos meses. Venían Cati y Esperanza, mis amigas, a ayudar.

¿No se aburrirá ahora?

Echaré mucho de menos la peluquería. Ahora los domingos y los lunes, que cierro, me siento en un sillón bajo la ventana y duermo unas horas. Ahora lo podré hacer más.