Su viaje a Turquía el pasado mes de febrero marcó un antes y un después en la vida de la joven Emily Ramon, una ibicenca de 19 años estudiante de Historia en la Universidad de Salamanca. Estando allí conoció a una chica de Mallorca que estaba realizando «la ruta que hacen los refugiados por Europa, pero al revés», desde los puntos de destino hacia el origen, y resalta que su experiencia -«que fue muy dura», recuerda- le resultó «inspiradora». «Me sensibilicé muchísimo y decidí que quería ir [ayudar]», afirma la joven, que añade que estando en Turquía ella no vio «muchos refugiados», pero sí que «se sentía el problema».

De vuelta en España apenas tardó dos meses en cumplir su objetivo, no con su amiga con la que viajó a Turquía, como ambas pensaron en un primer momento, sino con su padre. «Ella no tenía dinero y yo estaba súper mal. Yo tenía que ir y al final mi padre me dijo que se venía conmigo», apunta.

Su meta era Lesbos y ya tenían los billetes comprados para partir, pero entonces «llegó el pacto de la Unión Europea con Turquía y el campo de refugiados de allí se convirtió en un campo de detención y no admitían voluntarios», así que su padre y ella se quedaron en el puerto del Pireo, el mayor puerto marítimo de Grecia. Este lugar se convirtió «en un campo [de refugiados] no oficial, como ilegal, pero el gobierno lo dejaba», comenta esta joven, que cree que allí llegaron «unas 6.000 personas de las diferentes islas» y que el puerto «no estaba preparado» para ello.

Las condiciones allí no eran buenas, aunque Ramon cree que como se había «preparado para Lesbos», la situación que imaginaba encontrar era «bastante peor» de lo que vio. «Imaginaba ver gente que acababa de hacer el trayecto [de Turquía a la isla griega] y mucha más desesperación», dice. «Vi drama, pero comparado con lo que tenía en mente, era bastante mejor», apostilla y añade que aunque imaginó que lo pasaría «muy mal» por la situación que encontraría, realmente ella se encontraba «peor» en casa pensando en aquella gente y sin poder hacer nada para ayudarles.

Las familias, desmembradas

Aunque no fuera como creía, Ramon conoció de primera mano una situación dramática. «Yo no encontré ninguna familia que no estuviera desmembrada y esto lo llevaban bastante mal. Conocí a niñas de seis o siete años al cuidado de su hermana de 15 que tenían a su madre en Alemania, y también al revés, casos de chicos de 16 años que estaban en Alemania cuyos padres se encontraban allí en Grecia», cuenta. También menciona el caso de un joven de 19 cuyos padres estaban en Arabia Saudí y que llevaba más de un año fuera de su hogar -estuvo un año trabajando en Turquía para ahorrar y pagarse el billete-; se sentía «solo» y «echaba de menos a su familia, y su ciudad, Alepo».

Esta voluntaria recuerda a una niña que debía tener «12 o 13 años» y que era «muy mala». «Estaba todo el día enfadada, cada vez que le dábamos comida nos la tiraba; siempre iba sola, parecía incluso deprimida», relata. Indica que justo cuando ella se fue una compañera habló con la pequeña y le preguntó acerca de qué problema tenía con ellos: «Dijo que pensaba que nosotros éramos el gobierno, que no les dejábamos salir de allí. Nadie le había explicado que éramos voluntarios».

De vidas normales a no tener nada

Las personas que ha conocido le explicaban que en Siria tenían «vidas normales». «Conocí a una mujer que era profesora en la Universidad de Damasco. Contaba: ´Yo me duchaba todos los días y aquí me he duchado una vez en cinco semanas», afirma. Y es que, dice la voluntaria ibicenca, cuando ella llegó al puerto del Pireo acababan de meter un par de duchas después de haber pasado cinco semanas sin una. «Había mujeres que habían tenido la menstruación y que no se habían podido duchar, o lo hacían como podían, con botellas de agua». «Tenían sus casas destrozadas, a familiares muertos. Decidieron que si ya no tenían dónde vivir, ni casa, se iban», añade.

Del viaje, asegura que lo que peor recuerdan los refugiados que ella conoció es el viaje en barco de Turquía a Lesbos. «Creo que es un trayecto más corto que de Eivissa a Formentera y muere un montón de gente», señala y agrega que cada uno paga «1.200 euros por ir en una lancha en la que se triplica la capacidad» de personas que puede transportar. «Esto lo recuerdan como el trauma más grande. Pero no pueden quedarse en Siria; allí es muerte, no segura, pero muy probable», cuenta. Y por eso arriesgan sus vidas y las de sus hijos.

Sin posibilidad de ir con una ONG

Antes de emprender su viaje, esta joven intentó contactar con varias ONG, pero al ser menor de 21 años no la aceptaron. «Así que me planté allí y dije: ´Qué hace falta´», cuenta. Eso sí, como solo dejan entrar a estas asociaciones a los campos de refugiados, ella como voluntaria independente se quedó fuera y de ahí que estuviera en el puerto.

En su primera estancia, que fue de ocho días el pasado abril, Ramon se dedicaba a «distribuir la comida y la cena y, a veces, ropa». «Se suponía que también teníamos que limpiar y tal, pero yo jugaba con los niños todo el día», cuenta. Su segundo viaje fue de diez días y en esta ocasión lo hizo con su amiga, en junio. «Me di cuenta de que yo, egoístamente, estaba más feliz allí con los niños que aquí [en casa]; me daba pena no volver a verlos», recuerda. En esta ocasión inicialmente iba en «un proyecto para enseñar inglés», pero al llegar no localizó a quien lo llevaba. «Pregunté qué hacía falta y me dijeron que nadie estaba jugando con los niños», cuenta. Así que se puso a ello.

En los dos meses que pasaron de un viaje a otro la situación ha cambiado. «Ahora [en junio] empezaba la temporada turística en Grecia y la gran parte del puerto que habían cerrado para los refugiados la tenían que volver a abrir. Así que los han llevado a campos ya oficiales y cuando yo volvía quedaban muy pocos», cuenta. En su último viaje fue a visitar uno de los campos, el de Skaramagas, y dice que allí están «mucho mejor» que no en el puerto. «Tenían aire acondicionado, agua caliente para ducharse; seguían estando mal pero mucho mejor, ya no en el puerto a 40 grados en una tienda de campaña para cuatro personas y en el suelo», agrega.

De su experiencia, Ramon resalta que la gente es «súper educada y muy agradecida», a pesar de lo que están pasando. «Con los que hablé están súper hartos de estar allí pero no lo demuestran porque están agradecidos con lo que tú haces», apunta.

Diferencia entre gente y gobiernos

En este sentido, Ramon explica que al hablar de la respuesta que Europa les está dando «no la ven bien», pero que diferencian entre «gente y gobiernos»: «Te dejan claro que [su malestar] no es con la gente, sino con los gobiernos. Siempre dicen que no pueden venderles armas y luego cerrarles las fronteras. Afirman: ´Nos estáis matando allí pero no nos dejáis salir tampoco´». Con la excepción del gobierno griego, que «les está dando mucho».

«Se sienten abandonados y no entienden por qué las fronteras están cerradas», agrega. Según la voluntaria ibicenca, algunos se han planteado incluso volver: «Para estar aquí están en Siria, dicen». Además, resalta que las personas que ella ha conocido aseguran que están en Europa «de paso y que cuando termine la guerra, volverán».

Eso sí, resalta que tienen «muy buena imagen de Europa». «Me da un poco de pena porque no saben que cuando lleguen aquí a lo mejor no les espera lo que piensan», señala y menciona el caso de la profesora universitaria de Damasco. «Ella decía: ´Cuando llegue [a Europa] miraré universidades para trabajar´. Pero yo conozco a una mujer refugiada que vive en España, ella es saharaui, que trabaja doce horas al día a un euro al día, y su día libre son 24 horas trabajando a un euro la hora. No sé si eso es lo que les espera, aunque confío que no», apostilla.