Es el faro más desconocido de las Pitiusas. Un nido de águilas en los confines de Sant Joan, más allá de la Cala de Sant Vicent. Hasta el 1 de agosto de 1916, el haz de su luz blanca, que alcanzaba 15 millas náuticas mar adentro, advirtió a los navegantes de la presencia de tierra, de la escarpada costa de es Cap des Llamp y de los dos escollos que hay bajo el acantilado. Tras 46 años de servicio y sustituido por el faro de Tagomago, el faro de sa Punta Grossa quedaba abandonado, a merced de los elementos y del paso del tiempo, el 1 de agosto de 1916.

Para llegar hoy hasta el edificio hay que tener la agilidad de una cabra entrenada en es Vedrà y recorrer un camino de casi dos kilómetros que recorre la pared del acantilado. En ocasiones, el sendero no mide más de dos palmos y en algunos tramos ha quedado parcialmente obstruido por los desprendimientos de la montaña. Cada nueva tormenta deja nuevas cicatrices en la senda. Y cuando, por fin, se llega al peñasco en el que se encuentra el faro, aún hay que cruzar el puente que se levantó para acceder a la construcción, tan desgastado que hay casi tres metros en los que prácticamente hay que convertirse en un funambulista sobre el mar. Ante todo ello, uno no puede por menos que preguntarse cómo tuvo que ser, más de un siglo atrás, llegar hasta allí, abriendo camino en el acantilado de sa Punta Grossa (o es Cap des Llamp), para construir un faro en un balcón sobre el mar, a más de 40 metros de altura.

El técnico en sistemas de ayudas a la navegación de la Autoridad Portuaria Javier Pérez de Arévalo, especializado en la historia de las señales marítimas, más concretamente de Balears, explica que las condiciones nunca fueron muy favorables para los tres torreros que fueron destinados a sa Punta Grossa. «Al principio, debían turnarse para ir a Sant Joan a recoger la correspondencia, a pie y durante 15 kilómetros de recorrido. En una ocasión, los atracaron». Los tres primeros fareros fueron Juan Roig Ferrer, Miguel Massanet y Miguel Guerra Nadal.

La historia del faro de sa Punta Grossa es una historia de infortunio, la de un faro de inicios controvertidos en el que el ingeniero Emili Pou, el mismo que proyectó otras muchas señales marítimas de las islas, se empecinó a pesar de que, ya por aquel entonces, el año 1847, hubo partidarios de escoger el enclave de Tagomago para instalar la linterna. Las voces discrepantes apuntaban a que la luz en Tagomago daría mejor servicio a los pescadores. Sin embargo, se escogió el emplazamiento de sa Punta Grossa, a pesar de las dificultades, que empezaban por la necesidad de abrir camino en la larga punta del cabo y tener que transportar, por vía marítima, los materiales de construcción que después debían ser izados por la escarpada orografía del peñasco. A ello se sumaron una epidemia de cólera que diezmó la plantilla de obreros y un obligado cambio de las canteras suministradoras al comprobarse que el material que se estaba usando era de pésima calidad. Por fin, en diciembre del año 1867, justo dos décadas después de ser proyectada, la obra quedó finalizada, y los primeros torreros se instalaron en el edificio a mediados de 1868. Pero aún hubo que esperar dos años debido, según indica Pérez de Arevalo, a retrasos en la construcción «del aparato de tercer orden fabricado por la casa Chance Brothers». Era una óptica catadióptrica, un modelo pequeño, con luz blanca y eclipses cada cuatro minutos, lo que convertía al faro de sa Punta Grossa en el que tenía el ritmo más lento de cuantos existían en Balears. Su alcance, concretando mucho, era de 15 millas náuticas «en el estado ordinario de la atmósfera y con el observador a cuatro metros sobre el mar». El foco luminoso se encontraba a 54,90 metros sobre el nivel de la superficie marina.

Con el faro ya en funcionamiento, se llegó a la convicción de que el islote de Tagomago era el lugar idóneo para instalar en la zona una luz para los navegantes. Hubo que rendirse a la evidencia y, en los inicios del siglo XX, proyectar un nuevo faro, en es Cap de Xaloc del islote. Se inauguró en 1914, cuatro meses después de que estallara la Primera Guerra Mundial. La torre de sa Punta Grossa aún siguió un par de años en funcionamiento hasta apagarse para siempre. Hoy, sin linterna y con la torre mellada, aguanta con firmeza el embate de viento y agua; el revestimiento de las paredes ha desaparecido dejando a la vista las piedras y en el interior la naturaleza se ha abierto camino. El faro de sa Punta Grossa, el del ritmo más lento de las costas de Balears, está condenado a caer piedra a piedra con la misma cadencia flemática con la que se construyó y con la que iluminó las noches de la costa de Sant Joan.