La arquitectura autóctona ibicenca ofrece serenidad, dignidad y orden. Partiendo de un cuerpo cúbico que se repite como unidad constructiva básica, las formas de las casas son siempre distintas porque responden a las necesidades concretas de sus habitantes y al condicionamiento topográfico del suelo en que se asientan. El resultado sorprende porque, a pesar de la reiteración de aquel módulo ortogonal, la individuación es absoluta y el repertorio de sus formas inagotable. Todas las viviendas tienen un inequívoco aire de familia y, sin embargo, no existen dos casas iguales. Y aunque la categórica definición de sus volúmenes y su luminoso enjalbiego resaltan vigorosamente en el paisaje, que es verde por sus omnipresentes coníferas y rojo por sus tierras, la casa mantiene una inequívoca armonía con su entorno.

Si algo caracteriza nuestra geografía es su accidentado relieve que, a pesar de su moderación, -el techo de la isla no alcanza los 500 metros-, es un continuo carrusel de colinas y valles. En este contexto y tratándose de una isla pequeña, posiblemente lo que más sorprende al viajero que se interesa por nuestra arquitectura es que, desde los tiempos antiguos, sus pobladores rompieran con los dos tipos de asentamiento que son comunes en cualquier otro enclave mediterráneo: mientras unas comunidades priorizaban las condiciones defensivas de su emplazamiento, que situaban en penínsulas o promontorios, otras primaban el comercio y, para facilitarlo, se situaban cerca del mar. En Eivissa, contrariamente, las casas de la ruralía optaron por un aislamiento que hizo de ellas islas en la isla. Una dispersión que no parece justificar la ubicación de la casa en la propia finca porque las distancias son irrelevantes, porque tal opción conllevaba un enorme riesgo frente a las frecuentes razias del Turco y, en último extremo, porque las iglesias, concebidas como fortalezas y refugios, invitaban a una agrupación que, sin embargo, no se materializó. Los pueblos que conocemos hoy nacen en tiempos relativamente recientes y, aun así, de manera parcial, como demuestra la dispersión del hábitat rural que se ha mantenido hasta nuestros días. La consecuencia de tan insólito aislamiento fue que la casa desde el primer momento tuvo que ser autosuficiente y de ahí sus formas cerradas, el grosor de sus muros y la torre predial, elementos que le dan un cierto aire defensivo y buscan un relativo refugio.

Desde el punto de vista estrictamente arquitectónico, la estructura de la vivienda ibicenca se generaba dinámicamente con una rica configuración de cubos blancos, adosados o superpuestos, que se iban añadiendo de forma natural como respuesta a las exigencias de sus habitantes. Pero con la particularidad de que las diferentes volumetrías de aquellos módulos, ajustados en tamaños y alturas a su función, conformaban un conjunto -es casament o ses cases- que, sin perder la unidad de escala, creaban un todo armónico y unitario. Un detalle curioso de esta arquitectura es que la repetición del módulo cúbico que aparentemente tendría que desembocar en una edilicia de formas reiterativas -incluso anodinas- consigue todo lo contrario, por las diferentes volumetrías de aquellos módulos que conforman una estructura dinámica y una vibración que rompe la uniformidad y el estatismo de la masa. La repetición deja paso a la diversidad. Una geometría simple crea así una estructura final compleja y de expresivos diseños, en los que la libertad individual del constructor se manifiesta con espontaneidad, sin destruir la unidad del conjunto. Y el resultado es una arquitectura vigorosa, serena y de categórica definición. Es cierto que, a primera vista, el racimo de habitaciones colocadas de forma aparentemente caprichosa y con manifiestas asimetrías, hace pensar que la casa no tiene un esquema coherente, pero la realidad es que su funcionalidad y vertebración son absolutas.

Iglesia rural

El caso de la iglesia rural es especial porque se erige en las distintas zonas de la isla como auténtico punto focal y de obligada referencia, pues, además de prestar el correspondiente servicio religioso a los habitantes de las casas dispersas de su entorno, ha de darles refugio, razón del dominio de la masa, de sus contrafuertes y de su imponente cerramiento que, en ocasiones, está fortificado como vemos en los templos de Santa Eulària, Sant Miquel o Sant Antoni. Las iglesias son, por así decirlo, casas grandes que, aunque responden a los mismos principios constructivos de la vivienda rural, incorporan la bóveda de cañón que les da la amplitud interior que necesitan. Su articulación es mínima porque no suelen tener capillas laterales significativas y lo que domina es el poderoso cuerpo de una única nave. Es una simplicidad, sin embargo, que, por el efecto de su masa, por el grosor de sus muros, por su mismo cerramiento y su enjalbiego, se ofrece hacia fuera con una insólita plasticidad y calidad escultórica, con una monumentalidad que es casi poética. Y un elemento capital en todas ellas es el porxo que deriva del que tienen las casas, un ámbito de función vestibular que materializa la transición del espacio interior al exterior, del espacio profano al espacio sagrado. Detalles domésticos como la cisterna y el banco corrido de obra que resigue el pie de los muros dentro del porxo subrayan su función como lugar de encuentro y nos dice que la iglesia, siendo casa de Dios, es también, sobre todo, la casa del pueblo de Dios, la casa del hombre.