Cuando yo era niño, el aeródromo militar de es Codolar estaba prácticamente abandonado y pasaba hasta tal punto desapercibido que muy pocos ibicencos sabían que existía. El puerto era la puerta de la ciudad, el mar el único camino de las islas y todas las calles que quedaban entre las murallas y la bahía desembocaban en los muelles, razón de que a todo aquel barrio lo llamáramos la Marina. Los habitantes de la pequeña ciudad o el pueblo grande que era entonces Ibiza hablábamos con familiaridad del puerto, pero de los muelles sólo hablaban los marineros, los carabineros, los pescadores y los ganapanes que trabajaban en la carga y descarga de los mercantes y motoveleros. Los otros habitantes de la ciudad preferíamos hablar de los Andenes, a los que no dábamos el sentido de apeadero que aquellos tienen en las estaciones, sino, más precisamente, de lugar de tránsito, de idas y venidas, de paseo.

Y es que, efectivamente, los habitantes de la ciudad teníamos en los muelles una forma de cotidiano y relajante recorrido que hacíamos particularmente en verano o, más exactamente, mientras duraba la bonanza que podía ser entre San Juan y San Miguel, bien es verdad que la cosa podía prolongarse hasta Todos los Santos. En invierno, por razones obvias, preferíamos el ámbito menos húmedo, más recogido y urbano de s´Alamera, que era como llamábamos al paseo de Vara de Rey.

Con uno y otro lugar hemos tenido siempre los ibicencos una relación emocional y familiar que se manifestaba en el habla diaria, en la forma doméstica de orientarnos cuando citábamos espacios o lugares que para nosotros funcionaban como señales o indicadores que luego, según se fue transformando la ciudad, fueron perdiendo significado y dieron paso, en un proceso tan natural como irreversible, a voces nuevas que identificaban lugares nuevos. El caso era que si entonces y en el entorno de la bahía mentábamos el Muro, las Barracas, la Bomba, el Martillo, el Obelisco, el Matadero, la Casa Colorada o la Barra -los ejemplos podrían multiplicarse-, todos sabíamos de qué lugar preciso estábamos hablando. Son voces, sin embargo, que ya no significan nada para las nuevas generaciones.

Bares y cafés

Un aspecto que también se ha perdido y que entonces era determinante para que los vecinos pudiéramos sentir la ciudad como propia estaba en los bares y en los cafés, que no eran como hoy lugares de paso, sino estancias, lugares en los que podíamos estar un tiempo dilatado. No eran ámbitos para entrar y salir, sino para quedarse. En el Marisol, el Pou, la Estrella, el Pitiuso, el Ribereño o can Garroves, uno se sentía como en casa. Y dejando los muelles, en el interior de la ciudad ocurría lo mismo. La forma de habitación implicaba apropiarse de la ciudad, de manera que, salvo contadas excepciones como podían ser el carrer de la Xeringa, de la Creu, de la Mare de Déu o sa Drassaneta, el nombre de las calles y plazas sólo lo conocían los carteros y nosotros utilizábamos apelativos de referencias más concretas y familiares. Las calles de Aníbal y de Antoni Palau, por ejemplo, tenían el unívoco nombre de carrer de ses farmàcies.

Y de la misma manera, hablábamos del Mercat Vell, de sa Font y de sa Peixateria. O nos citábamos con la referencia exacta del Pereira, can Vadell, el Dorado, can Xinxó o can Miquelitus. Hoy resulta instructivo comprobar que el cambio de nombres se ha producido únicamente, por así decirlo, en los lugares que hemos puesto del revés, en aquellos ámbitos que hemos modificado hasta el punto de eliminar lo que los hacía reconocibles. La prueba la tenemos en que se han conservado, en el extremo opuesto, los nombres de aquellos lugares que son como eran, porque en ellos no hemos tenido intervención alguna y ahora, como entonces, podemos identificarlos. Sería el caso del Rastrillo, es Piló, es Portal Nou, sa Carrossa, es Convent o es Soto. Aunque incluso esto conviene decirlo con la boca pequeña, porque también estas palabras, para muchos, ya se están quedando vacías.

El puerto y el mercado

Y otro aspecto determinante y vertebrador de la ciudad que hoy se ha perdido lo teníamos en dos espacios que nos marcaban la vida, no sólo porque eran nuestras dos fuentes principales de aprovisionamiento -el mar y la tierra-, sino porque daban los dos vectores esenciales que definían nuestra habitación: uno era el ya referido del puerto que nos remitía al horizonte marino y miraba hacia fuera, mientras el otro, el mercado, miraba hacia dentro y nos remitía al interior, a la ruralía. Si en el puerto la fuerza que nos impelía era centrífuga, de expansión, de horizontes abiertos y desconocidos, en el mercado la pulsión era centrípeta, de recogimiento, de horizontes conocidos y cerrados, referidos al ámbito que determinaban las montañas. El puerto significaba viaje y movilidad, el mercado significaba anclaje y asentamiento. Uno y otro espacio eran, en su contraposición y coincidencia, factores de equilibrio. La limitación y el aislamiento que imponía la insularidad eran perfectamente compatibles con el sentimiento de que la isla, en sí misma, era todo un mundo, un universo hasta cierto punto inabarcable.

Dicho esto, a nadie se le escapa que la revolución del transporte desdibujó estas percepciones y que la globalización nos roba la identidad, que vamos sustituyendo por un despersonalizado uniformismo.