Mis primeras informaciones, por tanto, vinieron hace ya algún tiempo de aquel honesto y místico herbolario en el que comprábamos hierbas para adobar las carnes y pescados, y al que también acudíamos –digámoslo todo– buscando alivio para las lombrices, los sabañones y las cagaleras. Lo que luego ha sucedido lo hemos vivido todos: los laboratorios, los sofisticados establecimientos de cosmética y perfumería, las farmacias y los supermercados que nos ofrecen envasados toda clase de aceites, mejunjes y condimentos, han dado al traste con aquellos herbolarios que eran regentados por botánicos vocacionales que atesoraban un saber secular y que, además de proporcionarnos productos estrictamente naturales, sin la artificiosa química que hoy los escatima y desvirtúa, nos daban consejos que ya no encontramos en los dependientes de hoy, que, de los productos que venden, sólo conocen el precio.

En tiempos más recientes, mi querencia por las plantas aromáticas, más que culinaria y palatal, ha sido olfativa. Me ha interesado muy especialmente la memoria de los olores, esa extraña capacidad que tienen los aromas para evocar por sí solos estados de ánimo, situaciones y sensaciones que vivimos hace ya mucho tiempo. Mi conversión a este misterioso universo me vino, hace algunos años, a través de Bartomeu Marí Mayans. Con ocasión de la visita que hice a la fábrica de licores de Puig d´en Valls, me sedujo el alquímico proceso que permite obtener, a partir de las plantas, sus prístinas esencias, sus principios activos. Recordé la lectura de ´El Perfume´, de Patrick Süskind, y sentí aquella misma fascinación de su protagonista por ese afán, aparentemente utópico, de atrapar algo tan volátil y frágil como los olores en una botella. Me interesé, en fin, por el alma de las bebidas espiritosas, por saber qué secreto esconden los perfumes, por averiguar cómo nacen, cómo se mantienen y cómo se utilizan. Y me sorprendió, paradójicamente, algo que ya sabía: caí en la cuenta de que el abanico de su uso va desde las cocinas a los dormitorios, desde los prostíbulos a las iglesias, desde las chabolas a los palacios, desde las cunas a los ataúdes, desde el Éxodo y el Cantar de los Cantares a los poemas de Baudelaire y Neruda. Bartomeu Marí Mayans me habló con vehemencia de la extraordinaria calidad que tienen las plantas aromáticas de nuestras islas y que se debe a dos factores principales, el clima y la tierra. También me habló de su empeño en conseguir que lleguen a cultivarse –cosa que permitiría rentabilizar tierras baldías sin mayor esfuerzo porque hablamos de plantas que requieren pocos cuidados– aquellas especies vegetales que hoy tienen un mayor aprovechamiento y una creciente demanda por parte de las industrias alimentarias, farmacéuticas y cosméticas. Pero lo que más le agradezco a Bartomeu es que me hablara de don Pío Font i Quer, (1888-1964), renombrado botánico que nos dejó más de doscientas publicaciones sobre plantas, entre las que ocupa un lugar especial un ´Dioscórides´ renovado y exhaustivo que, con más de mil páginas, constituye la mejor biblioteca botánica que uno pueda imaginar.

Por Elena Colom y Bartomeu Marí Mayans supe que, en Ibiza, los proveedores habituales eran, sobre todo, los payeses del norte, el centro y el levante de la isla, es decir, de Santa Agnès, Sant Mateu, Santa Gertrudis y la franja del levante insular que va desde Cala Llonga a Peralta. Según parece, las zonas de mayor producción y de mejores calidades son las del Pla de Corona, Sant Gelabert, Albarca y Buscastell, las tierras de Parada, Balàfia, Fruitera y, muy especialmente, los valles de Morna, Atzaró y Arabí. La recolección se hace en primavera y, más precisamente, por San Juan, pero estamos hablando, en todo caso, de una producción asilvestrada que, por el momento, no responde a forma alguna de cultivo. Un hecho sorprendente si pensamos que se trata de una pauta recolectora que se ha mantenido ininterrumpidamente desde hace 4.000 años, cuando los primeros pobladores de las islas, por necesidad, se beneficiaban de todo aquello que la naturaleza les ofrecía, algo que, desde que tenemos memoria, los habitantes de las islas han seguido haciendo. Se trata, por tanto, de un conocimiento que en nuestro mundo rural se ha transmitido, sin solución de continuidad, de forma oral y en la experiencia cotidiana, de padres a hijos, muy especialmente a través de las mujeres. Esta oralidad ha sido posiblemente la causa de que sea un legado poco conocido en el medio urbano, que se haya perdido al venirse abajo las formas de vida tradicional y que, consecuentemente, no hemos sabido valorar. Que yo sepa, las únicas publicaciones sobre el tema que han visto la luz en nuestras islas han sido la ´Aportació al coneixement de les plantes d´Eivissa i Formentera´, trabajo de un grupo de alumnos de l´Institut Santa Maria d´Eivissa dirigidos por Cristóbal Guerau de Arellano, obra que tuvo después una revisión ampliada en la que colaboraron Guerau de Arellano, Néstor Torres y Josep Escandell. L´Institut d´Estudis Evissencs que publicó estas dos obras editó también ´Remeis Pagesos´ y el conocido ´Bon profit´ de Joan Castelló Guasch, que, al hablar de la cocina ibicenca, recoge no pocos usos de las plantas en nuestros guisos y estofados. De estos usos y de las plantas que proveían las domésticas farmacopeas rurales –plantes remeieres– trataremos de decir algo en otra ocasión.