Algunos economistas españoles empiezan a asegurar sin remilgos que, a pesar de la recuperación y un crecimiento cercano al 3%, el sistema fiscal español es incapaz de recaudar lo necesario para financiar el Estado del bienestar. Sólo los ingenuos creen que acabar con el fraude basta para remediarlo. Y todo puede empeorar, con el riesgo de una nueva crisis global en ciernes. Una verdad impopular e incómoda. Por eso la clase política, nueva y vieja, de derechas y de izquierdas, mira para otra parte. Allá al que le toque la mala suerte de lidiar con el asunto cuando estalle.

Los números son claros y están al alcance de cualquiera. El Estado español, a pesar de haber reducido en un 11% el déficit público con los recortes y eso tan criticado y amargo que llaman austeridad, sigue gastando el 12% más de lo que ingresa: 51.000 millones de euros. Traducido a términos domésticos, es como si una familia con un salario de 1.000 euros precisa de 1.230 para vivir. Emprende un plan de ahorro y ajusta sus necesidades en 110 euros. Todavía le faltan otros 120 para cuadrar las cuentas cada mes.

Para mantener el país en funcionamiento, pagar a los funcionarios, cumplir con las pensiones, abrir las escuelas, sostener los hospitales, asistir a los desfavorecidos, hay que recurrir al préstamo. La factura del endeudamiento público produce vértigo. Alcanza por primera vez en la historia el 100% de la riqueza nacional de un año, a pesar de que partidas como las destinadas a la educación o la sanidad menguaron el 15%. ¿Puede un Estado o un hogar subsistir indefinidamente del crédito sin colapsar? Asumir que para destinar dinero a algo hay primero que recaudarlo o quitarlo de otro destino no es una opción, sino un imperativo elemental fácil de entender. Seguir engordando la bola hasta que reviente sólo complicará el problema.

En Balears el problema es más de déficit público y endeudamiento que de falta de crecimiento económico, que este año rondará el 4%, según diversos estudios solventes, especialmente en Eivissa y Formentera, gracias a las buenas perspectivas turísticas y al dinamismo del sector del ocio. Pero de nada sirve crecer si seguimos gastando por encima de nuestras posibilidades. Así que, o cambia el panorama o probablemente más temprano que tarde habrá que decidir entre replantearse servicios o dejar de pagar deuda. Ambas opciones son dramáticas e igual de perjudiciales.

La excusa de que poco o nada puede hacerse por la economía desde el ámbito autonómico o local no sirve. Sin impulsar mejoras -cada Administración y cada particular de forma acorde a su escala, capacidad y competencias-, las prestaciones conquistadas en estos años penden de un hilo. Como también peligran las pensiones, con un agujero en la Seguridad Social de 15.000 millones de euros.

Las personas que se jubilen de aquí a 2050 van a ver reducidos sus ingresos en un 35% respecto a quienes lo hicieron antes de la entrada en vigor de los recortes, según cálculos de un reciente estudio bancario. Es sin embargo un debate candente en Europa, agudizado por la llegada de refugiados. Cameron, en Gran Bretaña, plantea recortar prestaciones. No da para todo. Suecia y Dinamarca, países igualitarios y a la vanguardia en ayudas, abogan por fijar límites.

Un buen líder estudia los asuntos espinosos a fondo y decide lo mejor para el interés general aunque resulte ingrato. Para eso le paga el contribuyente. Los dirigentes de hoy asumen encantados los liderazgos folclóricos e intrascendentes y rehúyen mojarse en los serios: «Eso tienen que decidirlo los ciudadanos», argumentan ante los asuntos de enjundia para escurrir el bulto de manera irresponsable.

Por eso las advertencias valientes, que no buscan regalar los oídos, merecen ser destacadas y tomadas muy en serio. Sirven de mucho aunque corran malos tiempos para la profundidad, la reflexión, la ponderación y la ecuanimidad. Agitan a la sociedad aletargada. Obligan a pensar.

Estimulan el sentido crítico. Y, sobre todo, desenmascaran a los manipuladores oportunistas y populacheros, jóvenes y veteranos, que trafican en su provecho político con los sentimientos de tanta gente que lo está pasando mal y sufre mucho.