El trigésimo quinto aniversario de la Constitución llega de la mano de una paradoja. Por un lado, es raro encontrar alguna opinión que se aparte del aplauso ante un compromiso que permitió salir de la dictadura franquista por medio de un acuerdo tan general como pacífico. Un ejemplo histórico, vamos, en un país dado a los excesos contrarios. Pero esa imagen idílica tiene su lado oscuro: si se logró tan amplio consenso fue a cambio de que la mayor parte de las cuestiones espinosas quedasen fuera de la Carta Magna. Y ahora ha llegado el momento de abordarlas no porque parezca oportuno, en términos racionales, hacerlo sino a causa de que las presiones políticas del desafío independentista catalán convierten aquel modelo de acuerdo en papel mojado.

Más paradojas: la inmensa mayoría de los analistas entiende que en la Constitución actual no hay cabida posible para la consulta acerca del derecho a decidir -un eufemismo para la elección entre la independencia o el mantenimiento dentro de España- que el Parlamento de Cataluña, de la mano de Convergència i Unió y Esquerra Republicana, ha aprobado llevar a cabo. Pero si todos coinciden en que tal cosa no es posible, las consecuencias son radicalmente distintas desde el punto de vista del Partido Popular y del resto de las opciones parlamentarias.

Para el PP, si la Constitución no permite semejante consulta, no se realizará y punto final. Pero el Partido Socialista, Izquierda Unida y Unión Progreso y Democracia parecen decantarse cada vez más por la salida de una reforma de la Carta Magna que no solo permita la consulta independentista de Cataluña -a la que seguiría de manera harto probable la del País Vasco-, sino que ofrezca de paso la posibilidad de mantener un solo Estado a costa de volverlo federal.

Como los impulsores de la consulta catalana no se han pronunciado de manera seria acerca de esa alternativa federalista, es difícil saber en qué medida podría ser o no una solución para el Estado único. Pero es que no solo ese final resulta, hoy por hoy, dudoso sino que el principio mismo, el asunto de si ha llegado el momento de reformar en serio la Constitución, más allá de los maquillajes forzados de 2011, queda bajo la duda de su viabilidad práctica. Y no tanto porque el PP, que cuenta con mayoría parlamentaria sobrada para impedir cualquier cambio, huya de meterse por esos senderos sino porque los que sí que sostienen la necesidad de la reforma están muy lejos de mantener una misma postura sobre el alcance de los cambios necesarios.

Las paradojas políticas rara vez se resuelven de manera ordenada y racional. El arreglo, si cabe llamarlo así, aparece porque el problema estalla en las manos de quienes deberían haberlo resuelto. Mal que bien, se llega a un nuevo equilibrio a la fuerza. Da la impresión de que es eso lo que va a suceder y casi con toda seguridad antes de que celebremos los 40 años de la Constitución.