En 1979, con el pretexto de desterrar la ineficaz burocracia franquista, la izquierda, pionera en el desembarco en los ayuntamientos, se puso manos a la obra para empedrar el camino que llevaría a ejercer incontroladamente un albedrío proveniente de la legitimidad del voto que se fue anteponiendo a cualquier otra consideración, incluida las propias leyes. Flamante premio Príncipe de Asturias de las Letras, el escritor jienense Antonio Muñoz Molina ha descrito mejor que nadie en su ensayo ´Todo lo que era sólido´ esta desviación que, a corto, medio y largo plazo, acabaría facilitando en España desde las pequeñas corruptelas hasta los más grandes pelotazos urbanísticos. Una vez despejado el tránsito a la discrecionalidad sectaria, con unos funcionarios de los cuerpos del Estado, secretarios e interventores, desprovistos de la potestad que otorga la ley y sometidos al control de sus superiores, políticos de todos los partidos emprendieron una carrera desbocada que aún no ha cesado de tropelías más o menos camufladas en una legalidad cada vez más acomodada a sus intereses.

Los cuerpos nacionales de la Administración pública existían mucho antes de la Guerra Civil. Fueron fundados precisamente para limitar los abusos de poder y la intimidación que los caciques locales ejercían sobre los ayuntamientos y las diputaciones provinciales. Secretarios, tesoreros e interventores eran la punta de lanza del Estado para preservar la legalidad frente a los manejos arbitrarios. El Estado los nombraba y de él dependían; ningún alcalde podía destituirlos. Como se encarga de recordar Muñoz Molina en su brioso alegato cívico, la misión encomendada a los secretarios era certificar la legalidad de los acuerdos municipales; el interventor tenía que dar su aprobación a los gastos, asegurando con ello la viabilidad presupuestaria, mientras que la función de los depositarios consistía en controlar el dinero ingresado en la caja y autorizar convenientemente los pagos.

¿Qué sucedió? Que estos mecanismos de control impedían la libre disponibilidad del dinero público. Por contra, los alcaldes y concejales, cabalgando en la cresta de la ola, se sentían legitimados por las elecciones democráticas recién estrenadas para hacerlo sin tener que rendir cuentas ante nadie porque consideraban a los funcionarios meros restos del franquismo. Y como había que saltarse el escollo, algunos funcionarios, los que menos estaban dispuestos a transigir, fueron apartados, los contemporizadores empezaron a mirar para otro lado. Al mismo tiempo que se primaba la docilidad, los buenos y rigurosos profesionales recibían su castigo. El afán de clientelismo llevó, entre tanto, a los partidos a poner en marcha una administración paralela en la sombra con cargos de confianza al calor de la nueva opulencia y el dispendio. El dinero público no era entonces un inconveniente; cuando el gasto excedía los ingresos, se desviaban partidas y el ayuntamiento de turno recurría al crédito bancario hasta endeudarse al límite de las posibilidades observadas por la ley.

Poco a poco, las competencias propias de los funcionarios -gestión, tramitación de los expedientes, control del dinero- se iban desviando hasta caer en el territorio de los políticos. El personal eventual, cargos de confianza, asesores, se ocupaba en muchos casos de suplir al concejal de turno en los asuntos más expuestos a la fiscalización. Por si no fuera suficiente, las comunidades autónomas se encargan desde 2008 de los procesos selectivos de los funcionarios de habilitación estatal. Los ayuntamientos de capitales de provincia y ciudades mayores de 75.000 habitantes pueden, además, escoger al secretario que le convenga al alcalde. La reforma legal en marcha vendrá a restituir en cierta medida las competencias del Estado en la provisión de plazas y en el capítulo de sanciones. Sin embargo, el Ejecutivo de Rajoy está dispuesto a mantener el derecho de libre designación de los secretarios por parte de los alcaldes, así como la facultad de destituirlos.

Los juristas han alzado la voz a favor de unas reglas del juego limpias en las administraciones que sirvan para combatir la corrupción desde la raíz. La necesidad de contar con funcionarios capaces e imparciales, no sometidos a los caprichos del alcalde o el concejal de turno, tendría que empezar a ser un clamor popular.