El conseller Marià Torres presenta la película sobre la historia de la iglesia de San Antonio y dice que el Consell restaura los retablos, documentos e instalación eléctrica del edificio. En sus palabras hubo algo de concesión graciosa, así como que la Iglesia recibe regalos y no tiene que quejarse, y pareció corroborárselo el párroco Vicent Colomar: a caballo regalado no se le mira el diente. Quizás se refería a los dientes catalanistas de lengua única de la película que se proyecta en esa iglesia o a los dientes de su actor, eterno cargo público del mismo signo político que el conseller, a quien el poco de publicidad no le vendrá mal.

Dios y el César están condenados a la convivencia, porque si el ser humano demuestra algo en la Historia es su perenne necesidad de ambos, aunque quienes no toleran la religión quieren condenarlos a la coexistencia, el César en la plaza pública y Dios escondido en las iglesias.

En otro pueblo de la isla, Santa Eulalia, esa convivencia crujía cuando el obispo recriminó a las autoridades presentes en la misa su incumplimiento del Concordato: han dedicado a otra cosa el local del hospital previsto para capilla y no responden a sus insistentes protestas. Tenemos autoridades en Ibiza, creo que bastantes, que asisten a actos litúrgicos en las iglesias bajo el condicionante mental ilustrado de que la Iglesia debe estar domesticada, que si, con Hegel, «la religión ocupa su lugar definido», resulta muy adecuada para ocasiones festivas, bodas y funerales. Tiene que sorprenderles que un obispo, diplomático de oficio por demás, siga sin embargo al pie de la letra el consejo de Pablo de Tarso, «con oportunidad y sin ella», y saltándose el guión amargue la fiesta a alguno.

Hechos a la idea de una Iglesia mansa y en extinción, la que hay hoy en la calle, sustentada por la conducta indigna de demasiados cristianos y eclesiásticos, acuden a las iglesias confiados en gozar de la categoría que el lugar reservado a las autoridades les otorga ante los vecinos, con suficiencia a veces notoria. Las angustias y necesidades espirituales de los enfermos del hospital les quedan lejos, a pesar de las evidencias que podría aportarles un don Lucas embatado, de apariencia frágil como la de la Iglesia sin iglesia del hospital, aunque la sirve con ánimo de león. O las que les aportaría el testimonio de incontables enfermos beneficiarios de su trabajo discreto, cariñoso e incansable, que como poco les habrá ahorrado en farmacia muchas dosis de Valium. Don Lucas, con capilla o sin ella, nos debe un libro de sus experiencias en los kilómetros de pasillos y habitaciones hospitalarias que lleva recorridos entre la vida y la muerte, porque algo que pertenece a la esencia de tantos pacientes del hospital no sale en los números a los que algunos estarían encantados de reducir nuestras vidas.