Un grupo salvaje tarda poco más de seis minutos en apagar la vida de Samuel Luiz en A Coruña al grito de maricón. Una manada de hienas emplea algo más de tiempo en dar caza a una presa en la sabana y convertirla en alimento. La única diferencia es que los segundos lo han hecho por un estricto motivo de supervivencia. Los primeros por placer. Por odio, dirán. No, no. Por placer. El odio se paladea como se paladea el amor o se disfruta de la compañía de ese hijo que ahora yace muerto. Sin darnos cuenta, hemos entrado hace tiempo en una nueva forma de hedonismo escabroso que consiste en matar por el goce de hacerlo, y pónganse los añadidos que quieran: machismo, homofobia, racismo. Se mata por el deleite de disfrutar del dolor ajeno, cuanto más violento, mejor, y por el alborozo enfermizo de inmortalizar la matanza a través de la cámara de un móvil de ultimísima generación que echa abajo la coartada que ampara a las hienas, que asesinan en grupo para alimentarse. La muerte en 5G.

¡Mátalo! ¡Grábalo!, grita otra masa enfurecida en Amorebieta. Utilizaron botellas, barras de acero y puños y patadas cargadas de odio. ¡A por ellos!, brama otra jauría sedienta de sangre en un parque de Alicante. Salieron “a la caza de maricones”. El odio. El placer. Otra de estas manadas se despachó a gusto en Asturias. Idénticos mimbres para el mismo cesto.

Los jóvenes que toman parte en esas razzias no han visto La naranja mecánica. Tampoco la han leído. Probablemente, ni ese libro ni ningún otro, pero eso da igual. Aquí ya no hay distopía como planteaba Anthony Burgess. Es el mundo real. La solución no está entre las aulas de un instituto. A la escuela se va a aprender matemáticas e historia y los profesores son enseñantes, no son guardias de seguridad. Una cosa es la educación y otra bien distinta son los valores. Los valores se traen de casa. Por tanto, el problema está en casa, en esos hogares cuyos padres acaban a puñetazos delante de sus hijos en un partido de alevines, en esas salas de estar donde se celebran a la hora de la comida con gran algarabía y ruidosas carcajadas chistes de homosexuales, de mujeres, de negros y de moros. Siempre hay un idiota que se muere de risa a costa de otros. La nueva generación ejecuta, pero de forma implícita sigue el dedo de quien le apunta, a menudo alguien próximo, de la generación anterior, con quien le unen lazos de consanguinidad. Lo que ven en casa.

La violencia no acaba con el cuerpo de un adolescente inmovilizado en el suelo como un saco de patatas. La violencia continúa en YouTube, en TikTok, en Instagram, en los grupos de WhatsApp, en Facebook y en Twitter, donde el odio vestido de humor zafio corre como caballos sobre las colinas; en el vídeo de un depredador que agrede a un hombre en el metro por conminarle a ponerse la mascarilla; en las imágenes de un grupo de chicas que aterrorizan a otra en manada por no ser tan guapa, o tan delgada o por no vestir las mismas marcas; en la muerte a navajazos de un niño de 18 años que sufre Asperger. La violencia comienza en una noche de viernes por un roce involuntario de hombros o por una mirada al despiste a la novia del matón, que se une a la fiesta y jalea a su macho. ¡Grábalo! La violencia arranca en el mismo instante en que al asesino le molesta que la víctima sea diferente y moralmente superior. La violencia porque sí. ¡Mátalo!

Nada nuevo que no hayamos visto en televisión en los últimos treinta años. 310 años de cárcel para siete 'skins' por asesinar a un travestido en Barcelona (1994). Y podríamos llenar el artículo de titulares de los 80, los 90 y los 2000, pero ustedes ya han oído hablar de muchas de estas historias. Ahora también pueden verlas.

La violencia ya no es la violencia por sí sola, tan arcaica y ordinaria. Ahora hay que apretar el botón del móvil y exhibir la cacería mortal en las redes sociales como prueba de sangre, lo que obliga a sus autores a emplearse con más crueldad que ese otro vídeo anterior que ostenta el récord de visitas. Nunca la violencia estuvo tan deshumanizada. Se mata y se muestra en internet para regocijo de un populacho superior en número al que antes bramaba en la plaza pública. Y no por justicia, sino por odio, por placer. Nunca las hienas salieron tan bien paradas en la comparación al lado de estas nuevas jaurías armadas de puños de hierro, botellas de cristal y un teléfono móvil con el que testimoniar su crimen. Hagámonos un favor, conozcamos a nuestros hijos, conozcámonos a nosotros mismos.

@jorgefauro