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La crónica

Sin resistencia en el Don Pepe

Aunque quienes diseñaron el dispositivo de seguridad debieron temer que es Codolar iba a convertirse ayer en una batalla campal, todos los inquilinos del bloque A desalojaron sus viviendas apenas sin rechistar, civilizadamente y sin violencia

Sin resistencia en el Don Pepe Vicent Marí

Pocos propietarios durmieron esa última noche en el bloque A del Don Pepe. Una mujer lo hizo (sobre el sofá, pues ya tenía la cama en un almacén) porque su hija debía subir a las 7.30 al autobús que diariamente la lleva al instituto S’Algarb. No la iba a dejar sola allí: «Pero desde las 3.30 no he pegado ojo».

Tampoco durmieron apenas Javier Gallizia y Rosario García, que acabaron parte de la mudanza a medianoche y regresaron a es Codolar sobre las 7.40 horas con cafés y bollos, y con el ánimo por los suelos porque su futuro inmediato no es nada halagüeño: tienen que abandonar un piso por el que aún seguirán hipotecados nueve años y, de momento, sólo han encontrado para alquilar una casa por la que les piden 1.200 euros mensuales. «Lo más barato que hemos visto». No saben cómo van a pagarlo todo: «Hemos hecho las cuentas mil veces y no nos llega. Acabaremos arruinados, como los de la escalera 2», los primeros desahuciados del Don Pepe.

En los corrillos cuentan que se han despertado con ganas de vomitar, que no han podido pegar ojo, que van de pastillas hasta las cejas, de ansiolíticos, de antidepresivos:

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Cuando a las ocho de la mañana llega a es Codolar la caravana del dispositivo que debe proceder al desalojo (cuatro vehículos de la Guardia Civil y tres de la Policía Local), algunos vecinos expresan su indignación: «Ni que fuéramos drogadictos, narcos o ladrones. Qué pena, con un coche habría bastado». Ajenos a semejante despliegue, algunos inquilinos siguen con la mudanza y llenan sus pequeños coches (un Opel Corsa hecho polvo, un Peugeot 206...) hasta el techo con teles, cajas, bolsas, palos de escobas... Les ayudan sus hijos, los amigos de sus hijos, sus vecinos.

En los corrillos cuentan que se han despertado con ganas de vomitar, que no han podido pegar ojo, que van de pastillas hasta las cejas, de ansiolíticos, de antidepresivos: «La mayor parte estamos medicados. Esto no se puede llevar bien si no es así», confiesa Silvia Hernández, portavoz de los vecinos, moderadora, desfacedora de entuertos varios, pura templanza. Gracias a ella reina la concordia entre las fuerzas policiales (ejemplares en todo momento) y los desahuciados. Se encarga de solucionar cada malentendido, de abrazar a los desconsolados, de templar los ánimos e incluso de que el alcalde, «atrincherado» (según sus palabras) en su despacho, finalmente se reúna con los afectados. A Ángel Luis Guerrero lo ponen fino, tanto verbalmente como en las pancartas, como en la última que desplegaron ayer desde la terraza hasta el suelo y que el viento batía peligrosamente.

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Desalojo de los vecinos del Don Pepe Vicent Marí / EFE

«La mayoría de los vecinos -cuenta Hernández- quedan en una situación terrible. Debemos tener en cuenta que seguimos pagando hipotecas, aparte de la comunidad (gasto necesario para afrontar los pagos que se nos vienen encima) y un mínimo de luz, que recomendé abonar para no quitar los contadores, porque volveremos», dice Hernández como si fuera Douglas MacArthur poco antes de huir de Filipinas en 1942 mientras los japoneses le pisaban los talones. Volvió. «En función de la cuantía de las hipotecas -explica Hernández-, los vecinos salen con una mochila de 500 o 600 euros, a lo que hay que sumar el alquiler, que en Ibiza no baja de los 1.000 o 1.200 euros. Con los gastos ya nos ponemos en los 2.000 euros. ¿Cómo van a sobrevivir así ? Estamos aún a la espera de que se firme el convenio entre el Consell y el Ayuntamiento para los 500.000 euros de ayuda, pero ese dinero es algo provisional».

Los vecinos fuman y fuman, encienden una colilla con la pava de otra, mientras contemplan cómo el cerrajero abre la puerta principal de la escalera 3 y entran dos policías de Sant Josep para empezar a precintar cada vivienda

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Miguel Ortega vivía en la escalera 3. Es uno de esos propietarios que deberán seguir pagando una hipoteca (400 euros) y que teme que ningún banco le vuelva a otorgar otra. Se siente marcado para el resto de su vida. No tiene más remedio que ir a vivir con sus padres: «Hasta que me echen. Tendré que portarme bien», bromea. Regaló la mitad de sus pertenencias porque no sabía dónde meterlas. En casa de sus padres no caben.

El alcalde, de vacaciones

Sobre el alojamiento de dos meses prorrogable a cuatro en el Bon Sol y las ayudas posteriores al alquiler que ofrece el Consistorio, la portavoz de los vecinos advierte también de que es «algo súper provisional». «Y lo que más rabia da de todo esto -añade- es la falta de empatía y de sensibilidad, pues el Ayuntamiento de Sant Josep, el señor alcalde al frente, Ángel Luis Guerrero, que por cierto mañana [por hoy] se marcha de vacaciones, ha solicitado la orden judicial teniendo sobre la mesa nuestro último informe, realizado por profesionales de reconocido prestigio, que dice que estos apartamentos ni se caen ni colapsan ni están en ruina técnica ni son una ruina económica. Aparte de toda la rabia y de la sensación de que a uno le están robando a plena luz del día su vivienda, está la sensación de que se están riendo en nuestra cara. Y a las puertas de la Navidad. Me parece terrible».

Empieza el desalojo forzoso de los vecinos del Don Pepe en Ibiza

Empieza el desalojo forzoso de los vecinos del Don Pepe en Ibiza

Los vecinos fuman y fuman, encienden una colilla con la pava de otra, mientras contemplan cómo el cerrajero abre la puerta principal de la escalera 3 y entran dos policías de Sant Josep para empezar a precintar cada vivienda. No hay resistencia, no hay oposición ni violencia. Un agente admite el mal trago que está pasando: «Es que conozco a muchos».

Pasa por allí en bici un okupa que «lleva cuatro semanas» viviendo en la primera escalera desalojada, la más peligrosa. Un guardia le conmina a marcharse porque un vecino le reconoce y se encara con él. Los okupas son para los afectados de los Don Pepe como los buitres que acechan un cadáver. «Dos días», «esta noche», «la semana que viene», apuestan algunos que tardarán en okupar sus inmuebles: «Pues como uno entre en mi casa le tiro por la ventana», asegura uno. «A mí me echan, pero ese se quedará aquí a dormir esta noche», clama otro en referencia al okupa ciclista, que tiene acento eslavo. Son los nervios los que les llevan a decir cosas así o a pedir a los ángeles y santos apóstoles que el alcalde tenga tal cagalera que le impida moverse del retrete toda la Navidad. Nada más: en ningún momento hay amagos de violencia. Hasta el jefe del dispositivo de la Guardia Civil felicita a Vicente González, marido de la portavoz, por cómo se han comportado, lo cual hace recordar el silencio de los corderos.

Una familia amontona su casa sobre la acera: 12 cajas (la de los zapatos, la de las camisas, la de las sábanas...), dos mesas, siete sillas, una tele, un zapatero, una mesilla, un colchón impoluto, un microondas, dos bolsas gigantes y un perchero

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Las pertenencias quedan a la vista de todos: el colchón, la cama plegable, la botella de lejía de Mercadona, las cortinas, una caja con bombillas, las tres televisiones que había en sendas habitaciones... «Xicu, vamos, que llevo un rato llamándote, sube ya que van a forzar tu puerta», exclama un vecino en cuanto ve a su amigo entre esos enseres.

Desolado, un propietario increpa a los guardias civiles, pero se calma en cuanto uno de ellos le dice con cordialidad que si no le han dejado pasar antes seguro que ha sido por un malentendido: «Si hay algún problema, nos los dice y lo arreglamos», le comenta un agente. Otro asegura que se sienten «incómodos» con lo que están presenciando: «Estamos aquí para ayudarles», se disculpa ante los presentes. «Ni la Guardia Civil ni la Policía Local tienen nada que ver con esto. Seguiremos luchando, pero en los juzgados», tercia Silvia Hernández.

Unos vecinos llevan café, otros leche, otros pastas o vasos e improvisan un desayuno comunal en el bordillo del aparcamiento. Una mujer va repartiendo infusiones cuando a las 10.35 horas aparca el camión contratado por el Ayuntamiento para trasladar los bártulos de tres propietarios a unos almacenes. Una familia amontona su casa sobre la acera: 12 cajas (la de los zapatos, la de las camisas, la de las sábanas...), dos mesas, siete sillas, una tele, un zapatero, una mesilla, un colchón impoluto, un microondas, dos bolsas gigantes y un perchero.

La escalera 3 queda precintada a las 10.40 horas. La 4, sobre las 12. La 5, una hora más tarde. Todo va como la seda, nadie se pone farruco. Más civilizado no puede ser este «tránsito», como lo califica Hernández.

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