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EUTANASIA (y V)

El dulce y último viaje de Doerte Lebender

Doerte Lebender vivió con serenidad sus dos últimos días de vida, arropada por sus amigos, su familia y el equipo médico que administró la eutanasia

Lebender y Rottenberger poco antes de comenzar la eutanasia.

26 de octubre: el día previo.

Sobre el altar improvisado en la mesa de la salita han añadido una cajita con gemas que Walter Lebender regaló a su hija, Doerte, cuando era niña, así como una foto de Elke, su amiga, junto a sus hijas en lo alto de una montaña alpina. Se han acabado la botella de Baileys y están a punto de hacer lo mismo con una caja de bombones de Daskalides que ha traído Jorge, un amigo que ha venido a despedirse. Porque se suceden «las despedidas y las lágrimas, pero sin grandes dramas», cuenta Artur Rettenberger, su cuidador. Esta mañana llegó a las 6 horas: «Dormía sobre Maximilian Theodore, su osito de peluche. Tuvo un despertar dulce. Desayunó un croissant».

La mesa convertida en improvisado santuario. J.M.L.R.

Ultiman los preparativos. Les visitó la coordinadora del Ayuntamiento, que comunicará a la asistente que ya no vuelva a ir a esa casa para duchar a Lebender. Retirarán la cama hospitalaria el día después. Y conocieron al equipo médico, dos enfermeras y una doctora. Cada una se presentó personalmente. Cada una le explicó su cometido. Con delicadeza y ternura. Le detallaron el procedimiento. Le pondrán dos vías. No podrá ser en los brazos, pues es complicado hallar sus venas. Lo harán en cada mano, en el anverso. Lebender pondrá sus dedos en la llave que abre el paso de la primera dosis que induce al coma. Tendrán que ayudarla, pues ni siquiera tiene suficiente fuerza para girarla. Observaron el salón y la cocina, donde prepararán los medicamentos. Colocarán el sillón de espaldas a la pequeña mesa redonda en la que depositarán por orden las jeringuillas, de manera que Lebender no vea esa parafernalia médica. El objetivo es crear una atmósfera acogedora. Comprobaron hasta dónde se puede inclinar el sillón, de manera que, si fuera necesario, pudieran acceder rápidamente a las ingles. El propósito fundamental es ser eficaces, ante todo no causar daño ni dolor (Primum non nocere). El tránsito debe ser suave. La muerte debe ser digna.

Lebender de paseo por Vila en sus últimos días. A. R.

Estas últimas horas empiezan a pasar factura a Rettenberger. Repasa mentalmente cada acto que tendrá lugar al día siguiente: «Doerte me dirá ‘ya’ para indicarme el momento en que abre la espita. Puede ocurrir que en cualquiera de los pasos su corazón se pare, pues se aplican dosis muy altas. Incluso en el primero, cuando se la induce al coma. Pero lo dudo: lo que ella tiene bien es, precisamente, el corazón». Todo durará apenas unos minutos. «Quiero estar con ella luego, pero no quiero ver cómo se llevan su cuerpo. Rafa Alcántara [su amigo] sí se quedará. Yo saldré a pasear a Jacky. Cuando vuelva esto estará vacío».

Lebender ya ha escogido las flores (además de una hortensia seca y unas rosas secas de sus cumpleaños) y una serie de objetos que la acompañarán en el velatorio. Una amiga trasladará el viernes a Rettenberg al crematorio de Santa Eulària: «No quiero conducir». Hoy acudirá a la funeraria con la documentación de Lebender: «Lo cual no es normal. Lo corriente es que vayas tras la muerte. Todo es nuevo». Y raro.

Ayer les visitó la médica de cabecera. Pidió a Lebender que diera un último testimonio de que su capacidad mental sigue intacta y de que quiere seguir el proceso. No recetó ningún calmante adicional: «Yo me siento muy bien, muy tranquila y convencida. Contenta de que todos me entiendan. No estoy nerviosa. Duermo muy bien. Sin sueños. No pienso en nada». Rettenberger enseña un póster que le diseñó hace casi dos décadas con motivo de su cumpleaños. Vivía en Santa Agnès. Era feliz. Lebender llegó a cuidar allí a 16 gatos y a cuatro perros, los que salen en ese póster.

27 de octubre: el dulce viaje.

«Mi deseo es ser ceniza. Descansar», contaba hace mes y medio. Ha llegado el día que tanto esperaba. A las 11 horas nada en esa casa hace prever lo que va a pasar allí en breve. Doerte Lebender es la que aparenta estar más calmada. Sigue sonriente y cálida, e insiste en que debo recalcar que lo que pronto ocurrirá allí no es un suicidio. Rettenberger está roto, pero intenta disimularlo. Fue ella la que, al amanecer, tuvo que consolarlo: «Ya ves, el mundo al revés», exclama él. Ya la ha duchado, maquillado y pintado las uñas de color esmeralda. «Me he puesto guapa», comenta. Viste el jersey, la chaqueta y el pantalón grises que compró junto a Elke, aunque sin que su amiga supiera que sólo se lo pondría una vez, hoy. Lleva un fular de seda en el cuello y calza unas botas de tacones enormes llenas de tachuelas plateadas.

Anoche sí soñó, por primera vez en mucho tiempo: con la casa de su infancia. La casa huele a perfume, a flores, a las dos ramas de romero recién cortado y a la vela que arde sobre el candelabro del bautizo de Lebender: la compró su madre en Notre Damme hace tres décadas. Quiere tocar a Jacky durante el proceso, pero no va a ser posible. Se emociona al ver a su mascota, al escuchar el audio que le acaba de enviar Pilar («Eres valiente al tomar esta decisión», le dice compungida) y al sonar la desgarradora ‘Feuerlicht’, de su querido Grönemeyer, abrazada a su abnegado cuidador.

Rafa Alcántara ya está allí para despedirse de su amiga y para ayudar en todo lo que se necesite. Lebender bromea con él: «¿No tienes frío?», le dice al ver que va en chanclas. Ella sí. Rettenberger la tapa con dos mantas.

A las 11.49 horas llega el equipo médico. Lebender sigue tranquila. No perderá la serenidad en ningún momento, incluso bromeará con el segundo nombre que, menuda desgracia, le pusieron: Margarette, como a su tía, a la que tampoco le gustaba. La doctora y las dos enfermeras se acercan a ella, se agachan para ponerse a su altura, la tratan con extremo cariño: ¿cómo estás?, ¿cómo has pasado la noche?, ¿quieres hacer alguna pregunta?, ¿lo tienes todo claro?, te vamos a preparar, si te duele algo nos lo dices… También ellas están serenas, que no es fácil. Comienzan a preparar los medicamentos en la cocina.

Con el equipo han llegado, además, su doctora de cabecera y su enfermera habitual, que se despide de ella emocionada: «Gracias, Doerte, conocerte me ha ayudado mucho como enfermera y como persona». «Lo hemos conseguido», exclama su médica, que quería estar presente para «acompañarla». «Estoy muy contenta de haberos conocido. Y a todas las personas que me están apoyando», comenta Lebender, que no para de dar gracias a todos y, al mismo tiempo, de sonreír.

A las 12.15 horas comienzan a colocar las vías. Primero en la mano derecha, por donde inyectarán los fármacos. Lo hacen con mucha delicadeza. Lebender mira su mano sin angustia. «¿Qué tal, te he hecho daño?», le pregunta una enfermera. Su sonrisa sirve de respuesta. Con la izquierda (vía alternativa, por si fallara la derecha) cuesta más, pero pronto lo solventan. 12.39 horas: todo está preparado. Llega el momento de la última despedida: de Rettenberger, de Rafa, de su doctora, de su enfermera… «Ven, quiero darte un beso», me pide. Dice algo al oído de cada uno.

«Vamos a viajar adonde encontrarás la paz. Vas a tener un sueño muy bonito, muy dulce»

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«Gracias por confiar en nosotras», se despide el equipo médico. Primero le administran el sedante (con el fin de reducir el nivel de consciencia antes de inducirla al coma): «Vamos a viajar adonde encontrarás la paz. Vas a tener un sueño muy bonito, muy dulce», susurra dulcemente la enfermera encargada de suministrarle las sustancias. Rettenberger está sentado a su izquierda, sobre el respaldo del sillón, muy cerca de ella, cabeza con cabeza, tocando su brazo izquierdo. La doctora, de pie, coloca sus manos sobre el hombro de cada enfermera, que están agachadas: una inyecta, la otra le pasa y recoge cada jeringuilla. Forman un círculo. Son un equipo, se apoyan, esto lo hacen en comunión, llevan esa pesada carga juntas. En la sala sólo se escucha el jadeo de Jacky. Tras administrar el anestésico, colocan la mano izquierda de Lebender en la llave reguladora de la vía cuando la abren para introducir el inductor del coma, como ella había solicitado. Finalmente, tras comprobar que ya está inmersa en un coma profundo, proceden con el bloqueante neuromuscular. Todo acaba a las 12.54 horas. Han pasado nueve minutos desde que la sedaron. Todo ha transcurrido en paz. Rettenberger coloca el sillón en posición horizontal y echa una manta azul con estrellas («era su favorita») sobre su cuerpo, pero sin tapar su cara. Pide que alguien abra la ventana de la cocina, tal como pidió Lebender para que su alma escape volando por allí. Estaba convencida de que así sería.

Rettenberger pasa un móvil a la doctora de cabecera para que llame a Ilse, la madre de Doerte Lebender, que espera este momento en Alemania acompañada de su hijo, Andreas. Descuelga enseguida. Está conectado el altavoz. La médica habla en inglés:

-Hola, soy la doctora de Doerte. Ya está.

-Gracias [responde Ilse en un dulce castellano], gracias, gracias. Adiós.

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