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Guerra de los Balcanes

Del derrumbe de Yugoslavia a Ibiza: la odisea de Niko y Tatiana

Tatiana Krizan y Nikola Milojica huyeron dos veces de Serbia: la primera, en 1993, en plena guerra de los Balcanes; la segunda en 1999, por el conflicto de Kosovo. Santa Eulària fue su refugio en ambos casos

Dos hombres observan el 21 de abril de 1999 un edificio en llamas de Belgrado donde acaban de impactar tres misiles disparados por aviones de la OTAN. AP PHOTO/Srdjan Ilic

Yugoslavia se desmoronó hace 30 años. La guerra desmembró el país y provocó un vuelco en la vida de todos sus habitantes y nacionalidades, desde eslovenos a kosovares, croatas, bosnios y serbios, como Niko Milojica y Tatiana Krizan, que vivieron una odisea para alejarse de los bombardeos y la penuria.

«Nos ha tocado vivir de todo: comunismo, socialismo, capitalismo, dictadura, república, monarquía... Hemos aprendido dos idiomas. Antes era todo más tranquilo», comenta Nikola Milojica mientras prepara en su casa de Siesta (Santa Eulària) un café bien cargado, aunque no el espeso turco que bebían en su Serbia natal. Serbia, porque ya apenas salen de su boca las palabras Yugoslavia o yugoslavo para referirse al lugar donde nació o a su nacionalidad: «Entre nosotros ya es como decir austrohúngaro», por el antiguo imperio, que llegaba hasta esas fronteras, no en el tono jocoso berlanguiano. Y eso que no ha pasado tanto tiempo desde que aquella nación, mantenida con alfileres por Josip Broz Tito, se desmembró: hace 30 años, en junio de 1991, comenzaba a descoserse desde Eslovenia.

Para Mijolica y su esposa, la maestra Tatiana Krizan, empezaba entonces una odisea que acabaría en Santa Eulària y que duraría ocho largos años. «Todo acabó donde todo empezó», repite Milojica varias veces a lo largo de la conversación. Comenzó en Kosovo, donde luego acabó todo. Las crónicas de Pilar Bonet en El País a finales de los 80 e inicios de los 90 ya daban pistas de que el punto débil de Yugoslavia era Kosovo, pero nadie podía imaginar que el desenlace llegara a ser tan cruento.

Cuartel de la Policía en Belgrado destruido por aviones de la OTAN el 3 de abril de 1999. AP PHOTO

Milojica trabajaba en un negocio radicado a 30 kilómetros al noroeste de Belgrado, en Nova Pazova, fundado por su padre en 1959 y dedicado a fabricar artilugios metálicos, desde parabólicas a termos o sillas: «No nos iba mal... hasta que el país se derrumbó». La breve guerra con Eslovenia y las más largas que se sucedieron luego con Croacia y Bosnia-Herzegovina complicaron el futuro de esa pequeña factoría: se cortaron tanto los suministros como las ventas con ambas zonas en conflicto. «Todo se paró. Pero no éramos conscientes de que iba para largo. Pensábamos que era consecuencia de los cambios que se estaban produciendo en el mundo, como la caída del telón de acero, y que en breve seríamos un país normal», cuenta Milojica.

«Todo acabó donde todo empezó», repite Milojica varias veces a lo largo de la conversación. Todo comenzó en Kosovo

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Como todos aquellos que han vivido experiencias traumáticas, recuerda con exactitud varias fechas que marcaron su vida. Una de ellas es el 2 de abril de 1992, cuando nació Mia, su hija: «A los cuatro días estalló la guerra de Bosnia. Empezaron a llover las sanciones a Yugoslavia desde todo el mundo. Y comenzaron las movilizaciones para ingresar en el Ejército. Faltaba de todo. La inflación era enorme. Todo se desmoronaba. La oportunidad para que hubiera un cambio era que en las elecciones, que debían celebrarse el 20 de diciembre de 1992, perdiera Slobodan Milosevic». Pero gana y es reelegido presidente. La guerra se recrudece.

Nikola Milojica y Tatiana Krizan en Belgrado en 1991. Archivo familia mijolica

Mijolica dormía «con una escopeta cargada bajo la cama». En Belgrado «se vivía en la anarquía». La Policía «no hacía su trabajo», la delincuencia «se disparó». Se trapicheaba en las calles con todo, porque de todo faltaba: «La gasolina se vendía en botellas de plástico de dos litros». En tres meses robaron tres coches a su familia. «Decidimos que teníamos que salir de allí, porque con Milosevic en el poder todo iría a peor», indica. Tampoco lo ponían fácil para la paz Franjo Tudman en Croacia y Alija Izetbegovic en Bosnia.

«Planeamos alejarnos de allí seis meses, quizás uno o dos años, hasta que acabara la guerra. Italia y España aún no pedían visados, así que aprovechamos esa circunstancia para venir a Ibiza». ¿Por qué la isla?: «Mi tío Nenad tenía aquí un restaurante. Le pedimos que nos buscara un piso para alquilar». El 18 de enero de 1993 parten hacia la isla. Recalan en Siesta, en un inmueble pequeño, que a los cinco meses cambian por otro que compran a un francés: «Era muy barato. Costaba 60.000 marcos, unos cinco millones de pesetas. Entonces Ibiza era barata. Hasta yo pensé que era una estafa». Si regresaban algún día a Belgrado, volverían a Santa Eulària de veraneo: «No podíamos imaginar que, al final, ese piso sería tan importante para nuestras vidas».

Regreso a Belgrado

A los dos meses de residir en Ibiza les visita un agente de la Guardia Civil: les comunica que tienen 15 días para abandonar el país. «¡Adónde! Serbia estaba aún peor que cuando salimos». Su padre, por ejemplo, se enfrentaba cada día en su fábrica a cortes continuos de electricidad y a la escasez de material. Presentan entonces un recurso para intentar, al menos, ganar tiempo. Y lo ganan, suficiente tiempo para que las partes beligerantes, forzadas por Estados Unidos y otras potencias, firmen los Acuerdos de Dayton en noviembre de 1995, que ponen fin a aquella carnicería. Además, Serbia «amnistía» a los ciudadanos que habían abandonado el país y que, como él, habían hecho lo posible por no ser movilizados: «No veía sentido a esa guerra. Era una locura, algo inútil». Un mes después, con la esperanza de que «todo se calmara», Tatiana y Nikola deciden regresar a Belgrado, que añoran: «Nos arrepentimos a los tres días. Había restricciones de luz. La economía estaba hundida. La gente vivía con 100 dólares al mes. El deterioro en la ciudad era terrible: habían transcurrido cuatro años de guerra, pero parecían 20».

Tras los acuerdos de Dayton, Tatiana y Nikola deciden regresar a Belgrado, que añoran: "Nos arrepentimos a los tres días"

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Un año y medio más tarde, en junio de 1996, se resuelve el recurso que habían presentado contra la orden de expulsión del país. La sala de lo contencioso administrativo del Tribunal Superior de Justicia obliga entonces al Gobierno español a dar asilo a Nikola, Tatiana y su hija: «La pareja tuvo que escapar de su país dado que ambos pertenecían a grupos étnicos enfrentados en el conflicto. Él es serbobosnio y su esposa, serbocroata», publica Diario de Ibiza, que insiste en que las razones humanitarias han primado a la hora de que, finalmente, obtengan el visado. Milojica admite ahora que su abogado quizás cargó las tintas para enternecer al tribunal, pues no existía tal problema por sus orígenes. Tatiana Krizan, nacida en Belgrado, y por tanto serbia, era descendiente de eslovenos, de cuando aquella zona de los Balcanes pertenecía al imperio Austrohúngaro. Nikola Milojica, también nacido en Belgrado y por tanto serbio, sí tenía origen bosnio: su padre procedía de una zona de Bosnia-Herzegovina de amplia mayoría serbia, la actual República de Srpska. Siendo ambos serbios no existía conflicto alguno. Volvieron a Santa Eulària, pero de vacaciones.

«Dicen que los serbios tenemos cinco estaciones: verano, otoño, invierno, primavera... y la guerra», señala Milojica. En 1998 se repite ese ciclo perverso. Llega de nuevo la quinta estación: «Todo acabó donde todo empezó», musita de nuevo. En Kosovo. A finales de febrero comienzan las escaramuzas. En octubre de ese año, ya avanzada la guerra, Milojica empieza a sospechar que algo irá peor de lo que ya va fatal. Tiene alquilada su casa en Belgrado al cónsul suizo, que un día le llama para pedirle amablemente que vacíe el sótano con la excusa de una fiesta que quiere celebrar allí su familia. Milojica cree que, en realidad, el helvético lo quiere usar de refugio ante un inminente bombardeo de la OTAN, que, finalmente, unas conversaciones diplomáticas postergan... Por poco tiempo. Tampoco le tranquiliza que, además, el cónsul le adelante el pago de tres meses de alquiler.

La pareja con Mia (izquierda) y Aleksa en Santa Eulària a finales de los años 90. Archivo familia Mijolica

Otra fecha que no olvida, esta grabada a fuego: 24 de marzo de 1999. La OTAN, sin el consentimiento de la ONU y con el telón de fondo del conflicto de Kosovo, comienza a bombardear Serbia: «Los ataques fueron al principio sofisticados. Buscaban objetivos militares. Pero en poco tiempo todo se desmadró: atacaron los estudios de la televisión de Belgrado, el hospital donde nací ya no existe, varios periodistas murieron al ser bombardeada la embajada de China... No era una guerra convencional. Parecía un experimento de guerra. Era como un videojuego: veías desde la ventana cómo los misiles Tomahawk llegaban de noche desde el Adriático y, de repente, torcían su rumbo y caían sobre la ciudad».

Dicen que los serbios tenemos cinco estaciones: verano, otoño, invierno, primavera... y la guerra"

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La quinta estación serbia les obliga, de nuevo, a abandonar el país, pero hay un problema: los hombres de entre 17 y 65 años no pueden marcharse. Tatiana Krizan, acompañada de sus dos hijos (ya habían tenido a Aleksa), parte a Budapest. Entre lo poco que puede llevar consigo se aferra a la escritura de la casa de Ibiza, aquella que habían comprado pensando que sólo tendría utilidad para pasar las vacaciones pero que obra de salvoconducto en la embajada que tiene España en la capital magiar. Krizan recuerda que no era la única mujer que huía con sus hijos. Había muchas como ella. Pero es un asunto y una época que, por sus gestos, está claro que prefiere olvidar.

Bombardeo y terremoto

Con su familia a salvo, en Ibiza, Milojica siente «un peso menos encima», pero las noches en Belgrado son una pesadilla, sobre todo la del 29 de abril, cuando tras un bombardeo de la OTAN que destruye dos edificios del Estado Mayor del Ejército yugoslavo, se desata una fuerte tormenta, seguida de un terremoto a las 5.30 horas de la madrugada.

Tatiana Krizan y Niko Mijolica en la actualidad en su casa de Siesta. J.M.L.R.

Añora a su familia. Decide «salir como sea de esa locura». Y no es fácil: «Ahora no volvería a hacer lo mismo, pero entonces era joven». Tenía 33 años. Sale de Serbia en un barco pesquero que trafica con gasolina y que cruza el río Drina, que sirve de frontera con Bosnia, al filo del atardecer: «No tenía que haber ni mucha luz ni mucha oscuridad, en este último caso para no ser detectados por los reflectores». Es el 8 de mayo de 1999, otra fecha que nunca olvidará: es el día después del ataque de aviones estadounidenses contra la embajada china. Al otro lado del río le espera una mujer que le traslada a Sarajevo. Llega a un barrio serbio a las 4 horas de la madrugada: «Allí me di cuenta de lo que había pasado esa ciudad. No había una sola casa sin marca de guerra, ni un edificio entero». Y desde allí, en vuelo directo de Lauda Air, a Roma gracias a la intercesión de un empleado de la embajada italiana en Belgrado, la única que permaneció abierta durante el conflicto. Y de Roma a Barcelona: cuando aterrizó juró que nunca más volvería a su país: «Bueno, pasados los años cambié de opinión». Volvió en 2002.

"En Belgrado dormía con una escopeta cargada bajo la cama. Reinaba la anarquía. La delincuencia se disparó"

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En el documental ‘Una vez hermanos’, el jugador Vlade Divac (serbio) recuerda la época en la que jugó con Drazen Petrovic (croata) y cómo le duele no haber podido recomponer su amistosa relación, rota a consecuencia de la guerra, antes de que el jugador de Real Madrid y Portland falleciese en accidente de circulación en 1993. ¿Le ha ocurrido igual a Mijolica, ha perdido amigos? «Los tengo en Croacia y en Eslovenia. No hemos dejado de ser amigos. Pero cuando estamos juntos, intentamos no hablar de ese tema».

En la antigua normalidad, de vez en cuando se reunían serbios, bosnios y croatas en Walkers, un restaurante de Platja d’en Bossa que regentaba una mujer oriunda de Vukovar (Croacia), Ruza, una de las poblaciones más castigadas en aquel conflicto fratricida. Si reabre en la nueva normalidad quizás puedan volver a reunirse para saborear sarmas y recordar, entre trago y trago de rakija, cuando eran hermanos.

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